domingo, 25 de noviembre de 2012

EL COLGANTE



Ismael caminaba cabizbajo por el centro de la ciudad. Con pasos cortos y lentos se dirigía al comercio de Roger, un prestamista que, de vez en cuando, le pedía opinión profesional sobre los objetos de valor que le entregaban sus clientes. Aún no entendía como al final accedió a acercarse otra vez. En cuanto entró por la puerta, Roger le hizo una señal para que fuese con él a la trastienda.
–A ver qué es eso tan extraordinario que me quieres enseñar.
–Estoy casi seguro de que es muy valioso, pero como la mujer que lo trajo aceptó mi primera oferta sin regatear…
–Ya, claro, me has llamado para presumir, crees que has conseguido un tesoro a cambio de nada.
Mientras iba tras él, pensaba que ya daba igual el valor que tuviese. Como decía su padre: “las joyas pierden toda su belleza y calidad artística en cuanto caen en manos de un usurero”. El señor Weitzman era joyero artesano en Varsovia y su único hijo, Ismael, había crecido admirando como trabajaba. Cuando salía del colegio, en vez de quedarse a jugar, iba al taller a ver qué nueva obra estaba creando. La más hermosa fue el colgante que hizo para su madre como regalo por su undécimo aniversario de boda. Desde entonces Esther Weitzman no se lo había quitado hasta el día en que los alemanes entraron en su casa y se los llevaron. Ismael sólo tenía diez años pero recordaba muy bien todo lo que sucedió a partir de ese momento.
Roger le mostró un colgante circular de oro, con la estrella de David grabada en relieve y en el centro una piedra granate.
– ¿De dónde lo has sacado?
–Ya te lo he dicho, lo trajo una mujer. Me lo dejó en depósito, no lo quería vender y me hizo prometer que se lo guardaría durante tres meses. Hoy acaba el plazo.
–No puede ser…
Ismael sostenía el colgante entre los dedos, mientras sus ojos expertos revisaban todos los detalles. Tantas veces había soñado con él, que le parecía increíble tenerlo ante sí. Pero no cabía duda, en la parte de atrás tenía la marca Weitzman, la de su padre y la que él mismo hacía en todos sus diseños.
– ¿Qué no puede ser? Ya veo, te parece valiosa…
–Roger me tienes que decir cómo se llama la mujer que te trajo este colgante, seguro que tienes sus datos registrados.
– ¿Pero qué más te da quién sea?, si seguro que no aparece.
–No…Tiene que aparecer…
– ¿Para qué? Si el colgante tiene mucho valor y ella no viene ya te daré una comisión por tasarla, no te preocupes, ¿un dos por ciento está bien?
Todo lo aprisa que le permitían sus piernas de setenta años y sin soltar la joya, Ismael salió de la trastienda y después de chocar con un cliente al que atendía el empleado de Roger se abalanzó a la calle gritando: “Cuando venga la mujer hablamos”.
El prestamista no podía creerse lo que estaba pasando, ¡Ismael Weitzman robándole! Como si no hubiese visto una joya antes o no tuviera donde caerse muerto. Con todo el dinero que había ganado desde que sus creaciones empezaron a apreciarse entre ricos y famosos, y además para qué, si no tenía a quién dejárselo, que Roger supiera, Ismael no tenía familia. “Judío loco” pensó al ver como éste se alejaba en un taxi.
A última hora de la tarde una mujer morena entró en la tienda.
–Le traigo el dinero, quiero recuperar el colgante que empeñé hace tres meses.
Roger no necesitaba comprobar el resguardo que le tendía para saber lo que venía a buscar pero necesitaba tiempo para pensar. Lo miró y con gesto eficiente buscó en todos los cajones, abriéndolos uno por uno con la llave que siempre llevaba unida con una cadenita a la trabilla del pantalón.
–Parece que la joya con esta referencia está guardada en la caja fuerte…
–Pues ábrala. Hoy acaba el plazo y vengo a recuperar mi colgante. Tendrá que dármelo. ¿No?
–No puedo señora, la caja tiene apertura retardada y la alarma conectada con la policía.
– ¿Y qué? Usted es el dueño, puede abrirla cuando quiera.
–No, lo siento. Para cuando se abriese ya serían más de las ocho, y a esa hora ni siquiera yo la puedo abrir sin que suene la alarma.
– ¿Entonces cómo voy a recuperar mi colgante?
–No se preocupe. Vuelva mañana, se lo tendré preparado.
Al día siguiente, con los ánimos más calmados, Ismael llamó al prestamista para disculparse por su comportamiento, pero sobre todo para saber si la propietaria del colgante se había presentado a reclamarlo. Roger estaba enfadado y con razón; primero un colega en quien confía le roba en sus propias narices y luego la dueña de la joya aparece con el dinero del depósito, y él tiene que inventarse un cuento para justificar que no puede devolvérsela.
—Así que ya me oyes, te quiero ver aquí con el colgante a las cinco, que es cuando la dueña piensa pasar a recogerlo. Si no vienes soy capaz de llamar a la policía, aunque en vez de a la cárcel mejor que te llevasen a un manicomio.
—No te preocupes no estoy loco, allí estaré.
Ismael sabía que la amenaza de Roger era un farol, el prestamista no tenía muy buena reputación. En otras ocasiones en que la policía había tenido que intervenir ya observaron que su forma de actuar, sin ser ilegal, rozaba los límites. Además era su palabra contra la de un prestigioso joyero, que sólo tendría que enseñarles la marca Weitzman en el reverso del colgante para que éste quedase como un idiota.
No poseía fotos ni ningún objeto, todo estaba en su cabeza, aunque con el tiempo algunos recuerdos se le estaban difuminando. El colgante los había avivado, así que Ismael no pudo hacer otra cosa en toda la mañana que contemplarlo y rememorar lo sucedido.
En 1943 vivía en Varsovia. Después del toque de queda, los alemanes empezaron a entrar en las casas de todos los judíos. Los padres de Ismael no tenían a  donde huir ni dónde esconderse: Se sentían impotentes al mirar por la ventana como sacaban a sus vecinos a la calle, arrastrándoles a empujones y apuntándoles con los fusiles. Antes de que echaran abajo su puerta Esther se quitó el colgante y lo escondió en el reverso del abrigo por un pequeño agujero que le hizo al forro y que después cosió, luego los tres se besaron y se abrazaron. Habían oído tantas cosas que se esperaban lo peor pero jamás se imaginaron lo que les iba a suceder. Ya en la calle les separaron. Esther e Ismael en una fila, el señor Weitzman con los hombres en otra. Ametrallaron a la mayoría allí mismo ante la mirada aterrada de sus mujeres e hijos, a los que obligaron a subirse en camiones hasta abarrotarlos. Al ver caer a su padre, Ismael estiró los brazos lanzando su cuerpo hacia él, Esther tuvo que sujetarle para que no saltara del camión que ya estaba en marcha. El sonido de los sollozos les acompañó durante el trayecto hasta la estación de trenes y en el largo viaje hasta Auschwitz, todos de pie en un vagón para el ganado, soportando temperaturas bajo cero. Cuando llegaron, sin saber lo que les esperaba, su madre daba gracias a Dios por mantenerles aún con vida, se dio cuenta pronto de que no merecía la pena. Les marcaron con un número, les raparon el pelo y les obligaron a quitarse la ropa para desinfectarles. Entonces Esther se escondió el colgante en la boca y luego en el dobladillo del traje de preso que le dieron. Casi todos los niños eran separados de sus madres pero a ellos dos les destinaron al mismo barracón, en el Bloque 10 donde los médicos alemanes llevaban a cabo experimentos científicos. Allí estuvieron bajo la supervisión de Hanna, una enfermera de origen húngaro que sobrevivía colaborando con los alemanes. Al principio la odiaban pero pronto Esther se dio cuenta de su doble juego y, sin saber porqué, entre ellas surgió la amistad. El día que se llevaron a Esther, segura de que no iba a volver, se abrazó a Hanna y la pasó a escondidas el colgante. Desde ese momento la enfermera protegió a Ismael hasta que llegaron los aliados y les liberaron.
Eran más de las tres cuando volvió a la realidad. No había comido y estaba aún en pijama. Tenía que darse prisa si quería estar en la tienda de Roger a las cinco. El estómago solo le admitió un té, y la ducha, vestirse y arreglarse con lo de siempre le llevó solo unos minutos, ya estaba mayor para pasar nervios pensando en qué ponerse. Eran las cuatro cuando salió por la puerta, podía ir dando un paseo.
Llegó con tiempo de intentar tranquilizar al prestamista, aunque sin éxito porque Ismael no quería devolver el colgante hasta que no llegase la dueña a recogerlo.
–Si no viene me lo quedo, ya te doy el dinero que prestaste a la mujer, bueno… el doble si quieres…
– ¿Pero tú quién te has creído? Vienes aquí haciendo ofertas, como si no hubiera pasado nada.
–Venga, no te hagas el duro… Si no te interesa el colgante. Además, no es tan valioso como crees.
– ¿Entonces, porqué te lo llevaste?
A la vez que decía eso, la mujer entró en la tienda, tendría alrededor de treinta años pero su indumentaria y el gesto triste de su rostro le hacían aparentar alguno más. Roger movió la cabeza para señalar a Ismael que era la dueña del colgante, éste presuroso se colocó a su lado y le mostró la joya. La mujer estaba confundida, no sabía a quién dirigirse.
–No se preocupe señora, dele el dinero a Roger que yo le devuelvo el colgante, solo le pido una cosa: cuénteme cómo ha llegado a sus manos.
–Me lo dio mi madre y a ella la suya. Es un recuerdo familiar, nunca me desharía de él, pero hace tres meses atravesé un mal momento, necesitaba el dinero, este colgante me salvó la vida.
–No es la primera que salva… Me llamo Ismael Weitzman  –se presentó y le tendió la mano–
–Hanna Perl, mucho gusto…–Le devolvió el gesto–
Ya le había dado el dinero al prestamista y llevaba el colgante en el bolso. Estaba dispuesta a irse cuando Ismael le dijo:
– ¡Hanna!… te llamas igual que tu abuela…
Perpleja, miró a Ismael y le preguntó:
– ¿Cómo sabe usted eso?
– No me trates de usted, somos casi familia. Es una larga historia, me gustaría mucho contártela y que tú me cuentes lo que sabes. Podemos tomar un café. ¿Tienes tiempo?
Hanna lo tenía. Hacía tres meses que había llegado a la ciudad en busca de trabajo, después de que su marido la abandonase. No conocía a casi nadie pero, sin saber porqué, aquel hombre le inspiraba confianza. Se agarró de su brazo y salieron de la tienda de Roger sin despedirse, charlando como si se conocieran de toda la vida.   

domingo, 4 de noviembre de 2012