miércoles, 24 de octubre de 2012

UNOS DÍAS AL AÑO



Chico pasa unos días con mamá todos los años. Desde que tuvo que marcharse a trabajar en la ciudad acostumbra a dejar parte de las vacaciones para volver a casa.
   Mamá le espera impaciente y para recibirle prepara una fiesta de bienvenida. Invita a todos los amigos y vecinos y asa kilos de chorizo, salchichas y lonchas de bacón en la barbacoa. “Todo light” dice, animando a todo el mundo a que coman sin contar las calorías, que “ya habrá tiempo de hacerlo el resto del año”. Ahora su hijo ha vuelto, y disfruta agasajándole con todo lo que sabe que le gusta. El primer día le prepara: sopa con picatostes crujientes, un sabroso guisado de carne con patatas rellenas de queso y, de postre, tarta de chocolate.  Al día siguiente le pone de primero una ración más que generosa de ensaladilla, luego medio cordero asado, y por último, natillas con mucha canela y bizcochos. Como sabe que le encantan los pimientos rellenos de bacalao, una noche le sorprende con una cacerola de barro, como para cuatro raciones, que Chico se acaba en un abrir y cerrar de ojos. Así, durante el tiempo que pasa en casa de vacaciones, desfilan ante él platos repletos de estofado de ternera, chuletillas, solomillo, pato asado, empanada de bonito, canelones, espaguetis a la carbonara, y todas sus recetas preferidas, sin repetirse ni una sola vez, y sin que quede nada en las cazuelas.
  Ella le observa mientras se lo come todo, al principio con el ansia de lo mucho que hace que no prueba esos manjares, pero según van pasando los días cada vez le resulta más difícil terminar los platos. Aun así Chico no quiere decepcionar a mamá y se esfuerza por no dejar ni las migajas. Unta las salsas, rebaña las fuentes de los postres con glotonería fingida, y se afana en acabar como si no hubiera comido desde hace tiempo.
   Durante esos días siempre hay algún amigo de la cuadrilla que le llama por teléfono para que vaya a ver su casa y a conocer a su familia, Chico se lo agradece de veras y promete que sacará un rato para ir, pero aún no ha acudido nunca a ninguna invitación. Otros, como hace mucho que no le ven, se acercan a visitarle y pasan un rato riéndose de las anécdotas del pasado, la mayoría torpezas producidas por la obesidad infantil que preferiría no recordar. Por eso cuando se marchan respira aliviado, además ya no se puede abrochar los pantalones y les tiene que recibir en pijama y, con esas pintas, no está demasiado presentable. Tampoco puede salir a la calle para moverse y ayudar a digerir la comida, se pasa las tardes en el sofá viendo la tele y comiendo pastelitos y galletas de las bandejas que le acerca mamá al salón. Mientras, ella sigue incansable en la cocina, aderezando la comida del día siguiente y fregando los cacharros deprisa para luego sentarse con Chico a tomar un café y charlar de cómo le va en la ciudad.
     Un día le prepara una olla de alubias con carne y tocino, y de postre tarta de fresas, todo está delicioso y aunque Chico se siente a rebosar consigue acabarlo. No quiere que mamá se disguste, bastante mal lo pasó cuando él tuvo que irse y dejarla sola. Ella le mira complacida y se anima para seguir cocinando cada día nuevas recetas. Le hace un pollo guisado que está para chuparse los dedos, y paella, y bacalao al pilpil, y una variedad infinita de postres irresistibles.
   Esa noche, después de cenarse una tortilla de patatas de seis huevos y casi una docena de croquetas de jamón, el cuerpo de Chico llega al límite y comienza a sentir escalofríos y nauseas. Al principio no parece motivo de alarma, quizá sea un malestar pasajero, pero cuando le sube la fiebre y empiezan los retortijones mamá llama al médico, que en cuanto lo tiene delante, apenas sin reconocerle, sabe que sufre un empacho y que para curarse debe hacer dieta. Mamá se pone de inmediato a preparar infusiones y caldos para que Chico mejore antes de volver al trabajo.
   Para el último día ya se ha recuperado y puede hacer el viaje sin problemas. Frente al espejo, la curva de su barriga es más pequeña y, aunque forzándola, ya se puede subir la cremallera de los pantalones. Mamá lo acompaña a la estación, quiere aprovechar los últimos instantes de estar con él. Le ha preparado una bolsa termo con un montón de comida envasada para que meta al congelador en cuanto llegue y tenga para ir sacando una temporada, es casi tan pesada como la maleta que carga en la otra mano. A Chico no le gustan las despedidas y menos ver llorar a mamá, pero todos los años aguanta impasible una infinidad de besos y achuchones, y luego los adioses con la mano, hasta que el tren se pierde a lo lejos camino de la ciudad.

sábado, 6 de octubre de 2012