domingo, 9 de noviembre de 2014

EL QUE NO CORRE, VUELA




Ese día el joven Martin llegó sudoroso y pálido a casa, y casi con el mismo gesto de asustado con que solía llegar tantas veces. Nadie le preguntó nada porque ya era costumbre que el chico entrara deprisa a refugiarse de los insultos y persecuciones de las que era objeto habitual por parte de los compañeros del colegio desde que era tan pequeño que apenas tenía memoria.

No había crecido fuerte, era un muchacho esmirriado que no podía disimular su delgadez bajo la ropa holgada que se ponía, tampoco era alto ni guapo, todo lo que sobresalía de él eran defectos para los demás. Por eso siempre había sufrido el menosprecio, no sólo de los de su edad, sino también de los adultos. Con el tiempo aprendió que lo mejor era no enfrentarse y salir corriendo, ya tuvo una mala experiencia de pequeño por encararse ante un grandullón del cole que le quitó el bocadillo durante el recreo. Acabó magullado, sin bocadillo y encima la maestra le castigó sin salir al patio durante varias semanas.

 Su especialidad era salir corriendo, ya había cogido la costumbre de huir ante la más mínima provocación. Sabía que estaba en desventaja y también que no adelantaba nada quejándose porque nadie le había hecho caso nunca, al revés, las veces que había intentado que los profesores, o sus padres, le prestaran ayuda, las cosas se habían vuelto en su contra y aún se metían más con él. Todos decían que tenía que espabilar y salir de los problemas por sí mismo y su madre le repetía: “Ya sabes hijo, aquí el que no corre, vuela”

Algunas veces, para que no le pillasen, utilizaba pequeñas astucias que preparaba con antelación pero, después de la sorpresa, el adversario se ensañaba aún más con él si no conseguía escapar.

 Estaba cansado, su pequeño cuerpo siempre estaría en inferioridad, nunca dejarían de acosarle, tendría que correr y correr sin parar.
Decidido a terminar de una vez, pasara lo que pasara, ese día, casi dispuesto a morir, Martin se quedó quieto frente al abusón de turno pensando en lo que le decían siempre los mayores; si no corría, quizá pudiese volar. Y no hizo falta más que un pequeño empujón de su contrincante para que el liviano cuerpo de Martin ascendiera como un globo o como una pluma a la que eleva el aire, subiendo hasta una altura donde era totalmente inaccesible. Vio al otro chico mirándole perplejo desde abajo mientras él apenas salía del asombro y conseguía hacerse con el control, dirigiendo su vuelo hacia donde deseaba y sin subir demasiado por si le daba vértigo. Antes de volar hacia su casa dio un rodeo por el pueblo, todos le miraban extrañados y le señalaban, pero esta vez con admiración y envidia.

Convencido ya, de que aquello estaba sucediendo de verdad pensó que lo mejor era probar a aterrizar en algún sitio donde no le viera nadie y no demasiado lejos por si después no podía volver a volar más. No le hizo falta nada más que idearlo y en unos instantes estaba tomando tierra en un llano cerca de casa, allí donde se lo imaginara, su cuerpo se dirigía, suavemente, sin tropezar. Una vez que puso los pies en el suelo se sentó sobre la hierba para recapacitar y tomar aliento, fueron sólo unos instantes, los que pudo aguantarse sin saber si podría repetirlo. No le hizo falta abrir los brazos ni coger impulso, con sólo pensar que era tarde y tenía que volver, su cuerpo se elevó y se dirigió a su casa.



Marian Izquierdo

Octubre 2014

DESARRAIGO



Desde que emigró a la ciudad, para Casilda el tiempo pasó deprisa, asimilando todas las novedades que se le presentaban y sobreponiéndose a las dificultades. Como no tenía estudios las opciones de encontrar trabajo eran pocas, pero enseguida empezó como limpiadora en una escuela. Mientras fregaba las clases su mente la llevaba a su último curso en la escuela del pueblo cuando quedó la primera en el concurso de cuentas. Siempre fue buena con los números así que se arregló con lo que ganaba para ayudar en casa de su hermana y mandar dinero a los familiares que cuidaban de sus hijos. En cuanto pudo ahorrar algo, buscó un piso de alquiler en un barrio de las afueras y se los trajo. Tuvo que hacer milagros para salir adelante, cuidaba mucho los gastos, doblaba turnos en el trabajo y en casa tejía jerséis de bebe para una tienda de lanas. Hacía punto y soñaba con los atardeceres rojos, la brisa fresca y limpia, el agua del rio corriendo sobre las piedras y el sol de invierno penetrando por las ventanas de la casa del pueblo.

No había cumplido aún los cuarenta cuando tuvo un pretendiente, parecía un buen hombre pero le faltó valor, porque al enterarse de que tenía tantos hijos salió huyendo. La vida continuó sin sobresaltos en el frio húmedo de la ciudad y, antes de que se diera cuenta, los niños se habían hecho mayores e independientes y se encontraba sola en una casa silenciosa. Cada uno tenía su vida, unos se habían casado y otros marchado al extranjero buscando un futuro como hizo ella, y las paredes de aquél pequeño piso, antes testigos de la bulliciosa vida de una gran familia, ahora se le venían encima. Llevaba mucho tiempo aguantando, pero al jubilarse se le agudizaron la añoranza y el dolor de huesos, había sufrido mucho desgaste y además el clima húmedo de la ciudad afectaba a su reuma. Era hora de volver.

 Doscientos kilómetros atrás Casilda había dejado un cielo gris y amenazador que fue cambiando según se acercaba al pueblo. Al llegar el sol del atardecer le daba de frente y la sombra de las arboledas de chopos no podía protegerle, habían sido sustituidas por interminables campos de cereal recién cosechado. Rebuscó en la guantera las gafas oscuras y nada mas ponérselas vio a un grupo de mujeres que paseaba por la orilla de la carretera. Levantó el pie del acelerador para sobrepasarlas a una velocidad y distancia prudentes. Cuando tenían el coche al lado todas dirigieron los ojos hacia ella y la escrutaron con gesto huraño, intentando reconocer a la conductora del coche que se acercaba, ella les hizo un saludo de cortesía con la mano que pareció intrigarlas más.
Al llegar al cruce, antes de girar, bajó el cristal para sentir el aire y entró conduciendo despacio. Dejó primero a un lado las escuelas y las casas de los maestros convertidas ahora en centro de día para los mayores, las mismas acacias daban sombra a los columpios quietos y oxidados del recreo. Recordó los juegos con los otros niños en la escuela.

Más adelante la pequeña fábrica de muebles que la crisis y la emigración obligaron a cerrar, el taller de Fede que aguantaba gracias a que además de arreglar maquinaria agrícola hacía muebles de forja que vendía en las ferias de artesanía de los pueblos grandes de alrededor. En la jaula, junto al portón, seguía teniendo perros de caza que ladraron hasta que se alejó. Casi en el centro del pueblo, se detuvo un momento en la plaza, unos cuantos hombres salieron del bar y entre bromas se despidieron a voces para irse a cenar. Miró el reloj digital del salpicadero, ya era tarde. En algún lugar estaban asando chuletillas y a Casilda se le encogió un poco el estómago. Recordó que no tenía nada para hacerse esa noche, ni para desayunar al día siguiente. No sabía si la tienda de Tomás estaría abierta después de tantos años pero se dirigió hacia allí.

El ruido del coche entre las calles estrechas llamaba la atención y todos salían a mirar quién era, algunos que charlaban tranquilos, sentados a la puerta de sus casas, tuvieron que levantarse y meter las sillas para que pudiera pasar.

En susurros se preguntaban unos a otros si alguien la conocía. Una mujer se atrevió a conjeturar que tal vez fuese la hija del difunto Pedro “el carretero”, que venía a vender la casa.

Se alegró de encontrar la tienda abierta, aparcó junto a la puerta y entró. Todo estaba igual: botes de cristal con golosinas en los estantes laterales y en el frente los corderos colgados en ganchos que de niña tanto le asustaban. Lo único diferente era el hombre que atendía tras el mostrador, aunque sus ojos le recordaron a alguien.

Dio las buenas tardes y pidió de carrerilla varias cosas según le vinieron a la cabeza. El hombre exclamó que aquello no era el supermercado y que solo vendía carne, era lo único que podía ofrecerle.

Casilda no comía carne desde que el médico le dijo que era malo para el reuma pero como el hombre parecía amable le preguntó si había alguna tienda abierta a esas horas. En la calle Fuenteperal había un BM que estaba hasta las diez, todavía llegaba, y además, le quedaba muy cerca de casa. Sorprendida por la información tan personalizada preguntó si la conocía de algo. El carnicero, no estaba seguro si era la pequeña o la mayor, hacía mucho que no las veía, pero creía que era una de las hijas del carretero. Fueron a la escuela juntos, ¡claro que se conocían!, era Tomasín, recordaba sus ojos verdes. Desde que murió su padre llevaba la tienda, aunque se había especializado en la carne de cordero. Ahí seguía, aguantando sin jubilarme por no cerrar.

—Claro que me acuerdo, además éramos vecinos.

—Y lo seguimos siendo, ¡a ver a quién le vendes la casa!

—Todavía no sé qué voy a hacer.

— Luego tú te vas y para mí el muerto. Pero bueno, eso es lo que hacéis siempre los de la ciudad, venís, arrasáis y de vuelta al paraíso.

—¿De verdad piensas que aquello es el paraíso? —Preguntó Casilda con voz casi imperceptible mientras salía.


Ya era de noche, las estrellas empezaban a brillar en el cielo raso. Caminó hasta el supermercado por las calles ahora asfaltadas y al pasar delante de la casa de sus padres se fijó en el cartel descolorido de “Se vende” que colgaba de la ventana. Lo quitaría mañana en cuanto se levantase. Necesitaba una reforma pero ahora era su casa.