Ese día el joven Martin llegó sudoroso y
pálido a casa, y casi con el mismo gesto de asustado con que solía llegar
tantas veces. Nadie le preguntó nada porque ya era costumbre que el chico
entrara deprisa a refugiarse de los insultos y persecuciones de las que era
objeto habitual por parte de los compañeros del colegio desde que era tan
pequeño que apenas tenía memoria.
No había crecido
fuerte, era un muchacho esmirriado que no podía disimular su delgadez bajo la
ropa holgada que se ponía, tampoco era alto ni guapo, todo lo que sobresalía de
él eran defectos para los demás. Por eso siempre había sufrido el menosprecio,
no sólo de los de su edad, sino también de los adultos. Con el tiempo aprendió
que lo mejor era no enfrentarse y salir corriendo, ya tuvo una mala experiencia
de pequeño por encararse ante un grandullón del cole que le quitó el bocadillo
durante el recreo. Acabó magullado, sin bocadillo y encima la maestra le
castigó sin salir al patio durante varias semanas.
Su especialidad era salir corriendo, ya había
cogido la costumbre de huir ante la más mínima provocación. Sabía que estaba en
desventaja y también que no adelantaba nada quejándose porque nadie le había
hecho caso nunca, al revés, las veces que había intentado que los profesores, o
sus padres, le prestaran ayuda, las cosas se habían vuelto en su contra y aún
se metían más con él. Todos decían que tenía que espabilar y salir de los
problemas por sí mismo y su madre le repetía: “Ya sabes hijo, aquí el que no
corre, vuela”
Algunas veces, para que
no le pillasen, utilizaba pequeñas astucias que preparaba con antelación pero,
después de la sorpresa, el adversario se ensañaba aún más con él si no
conseguía escapar.
Estaba cansado, su
pequeño cuerpo siempre estaría en inferioridad, nunca dejarían de acosarle,
tendría que correr y correr sin parar.
Decidido a terminar de
una vez, pasara lo que pasara, ese día, casi dispuesto a morir, Martin se quedó
quieto frente al abusón de turno pensando en lo que le decían siempre los mayores;
si no corría, quizá pudiese volar. Y no hizo falta más que un pequeño empujón
de su contrincante para que el liviano cuerpo de Martin ascendiera como un
globo o como una pluma a la que eleva el aire, subiendo hasta una altura donde
era totalmente inaccesible. Vio al otro chico mirándole perplejo desde abajo
mientras él apenas salía del asombro y conseguía hacerse con el control,
dirigiendo su vuelo hacia donde deseaba y sin subir demasiado por si le daba vértigo.
Antes de volar hacia su casa dio un rodeo por el pueblo, todos le miraban
extrañados y le señalaban, pero esta vez con admiración y envidia.
Convencido ya, de que
aquello estaba sucediendo de verdad pensó que lo mejor era probar a aterrizar
en algún sitio donde no le viera nadie y no demasiado lejos por si después no
podía volver a volar más. No le hizo falta nada más que idearlo y en unos
instantes estaba tomando tierra en un llano cerca de casa, allí donde se lo imaginara,
su cuerpo se dirigía, suavemente, sin tropezar. Una vez que puso los pies en el
suelo se sentó sobre la hierba para recapacitar y tomar aliento, fueron sólo
unos instantes, los que pudo aguantarse sin saber si podría repetirlo. No le
hizo falta abrir los brazos ni coger impulso, con sólo pensar que era tarde y
tenía que volver, su cuerpo se elevó y se dirigió a su casa.
Marian Izquierdo
Octubre 2014