viernes, 29 de mayo de 2015

El viejo Henry



Hacía poco que Henry había muerto cuando por el agujero de la valla vi llegar a su casa un camión de mudanza. Por segunda vez me equivoqué al creer que las cosas seguirían igual, para siempre. Cada tarde miraba antes de ir a jugar en su jardín, luego me colaba por la ventana entreabierta de la cocina, merendaba frente al sillón de Henry y me cercioraba de que la caja seguía en su escondite. Me pareció que el lugar que había elegido Henry era el más seguro, lejos de la curiosidad de mamá.
        A ella le preocupaba que pasase las tardes allí sólo, me decía que Henry había sido muy bueno cuidándome mientras ella iba a trabajar, pero a partir de ese momento me convenía hacer nuevos amigos. Se alegró mucho cuando le dije que los vecinos recién llegados tenían un hijo de mi edad y que iba a mi colegio. Enseguida congeniamos los dos, en cuanto le conté una de las historias de Henry me invitó a merendar a su casa. Estaba distinta, recién pintada y casi sin muebles, parecía más grande.
—Está muy bonita, ¿no vais a hacer obra, verdad? Así está bien.
Me fijé en que habían barnizado la escalera pero el clavo del tercer peldaño seguía sobresaliendo. Todo lo demás de Henry había desaparecido, casi de un día para otro, sin que pudiera hacerme a la idea, porque desde que llegó el camión lo único que pude hacer fue vigilar por el agujero de la valla.
        Henry hizo ese agujero una de las últimas tardes que pasamos juntos. Lo hizo con un berbiquí desde su lado del jardín, midiendo que quedara justo a la altura de mi ojo. Me dijo que era para que yo vigilara, por si le pasaba algo, o por si entraba algún extraño. Poco habría podido hacer un niño de seis años, pero me sentí como un verdadero vigía que defiende el castillo desde su puesto en la torre más alta, y la verdad era que, llegado el caso, sí que podía correr más rápido que Henry para pedir ayuda. Quizá ya presentía que no le quedaba mucho tiempo, porque recuerdo que a los pocos días, cuando fui a su casa como todas las tardes, me pidió que le diera un abrazo, aunque ya habíamos hablado que esas cosas eran de niñas. Tenía que haberme dado cuenta de que él no iba a estar allí toda la vida.
Como solía hacer, me contó una historia mientras me acababa la merienda, y luego me dijo que le trajera la caja metálica que estaba debajo del tercer peldaño de la escalera.
       —Sólo tienes que tirar del clavo que sobresale del tablero lateral —me dirigió desde su sillón orejero.
       Me daba las instrucciones con la misma voz profunda y el mismo tono intrigante con el que me adentraba en los bosques mágicos de sus historias, como si en ese momento fuera a descubrir un tesoro en una isla solitaria, o a trasladarme a los tiempos de los dinosaurios. Me costó abrir la portezuela bajo la escalera pero, después de varios intentos y los ánimos de Henry desde el sillón, lo conseguí. Allí estaba la caja, polvorienta, en la oscuridad de su escondite. No me atrevía a cogerla.
       —¡Vamos, qué no muerde! —se mofó Henry—. Sólo es polvo. ¿Quieres traerla de una vez?
       Tiré de la caja hacia afuera con las puntas de los dedos, no pesaba mucho, y se la acerqué apenas sin tocarla, manteniéndola por delante a toda la distancia que me daban los brazos estirados. Cualquiera sabía, conociendo a Henry, qué cosas escondía en esa caja. Podían ser grillos, o saltamontes, o alacranes de cuando estuvo de corresponsal de guerra. Quizá una víbora o igual no era nada vivo. Podían ser piedras preciosas, alabastro, lapislázuli de cuando estuvo en Suramérica, o perlas de oriente, regalo de aquél sultán que hacía dormir a los tigres con su canto. Me había descrito tantos sitios y a tantas personas que había conocido en sus viajes, que deseaba hacerme mayor para empezar a recorrer el mundo como él.
            —En esta caja guardo lo más valioso que tengo y es para ti, aunque sólo podrás abrirla cuando yo me haya ido, además aún eres un poco pequeño para que aprecies su contenido, primero tendrás que prometerme que vas a estudiar mucho.
            Nunca lo había visto tan serio, no podía decepcionarle.
             —Sí, Henry, te lo prometo. Hemos empezado a estudiar las letras y los números en el cole y ya me sé cómo se escribe mi nombre y el tuyo —le conté emocionado.
       Henry me pidió que se lo demostrara, sobre la mesa tenía un pequeño cuaderno y un lápiz para apuntar las cosas que se le ocurrían. Escribí nuestros nombres: HENRY, LUCAS. Su mirada siguió mi trazo lento y torpe hasta que terminé, luego cogió el cuaderno y arrancó la hoja.
       —¡Esto es algo digno de recordar, tus primeras palabras escritas! Este papel se merece un sitio de honor, de momento lo pondré con un imán en la nevera pero pensaré en uno mejor.
       Durante casi todo el curso continuó mi amistad con el nuevo vecino, solíamos volver juntos del cole y muchas veces me pedía que fuera a jugar a su casa pero nunca me dejaba solo y no tuve oportunidad de rescatar la caja hasta que una tarde, tras un fortuito empujón mío, se derramó la leche sobre la ropa y tuvo que ir a cambiarse a su habitación. Aproveché el momento y salí corriendo hacia mí casa con la caja bajo el jersey.
       No volví a entrar nunca más, aunque el vecino insistía en volver conmigo del colegio y que fuese a jugar a su casa, siempre me inventaba alguna excusa y me metía en mi habitación hasta que llegaba mamá del trabajo. Le extrañaba encontrarme allí todos los días pero cuando le dije que cada vez nos ponían más deberes en el cole, pensó que tenía un hijo muy bueno y responsable. Y en realidad lo era, porque me pasaba las tardes practicando las letras de la cartilla.
       Nunca se me olvidará el día que abrí la caja por primera vez y vi aquellos cuadernos escritos a mano, sin dibujos, sin señal alguna que me guiara sobre su contenido, sólo letras indescifrables. Henry me había dicho que era lo más valioso que tenía pero allí no encontré ningún hada dormida, ni trozos del meteorito que cayó una noche que miraba las estrellas, ni las herraduras de oro sin desgastar del caballo alado sobre el que cabalgaba aquel niño indio que salvó a su pueblo. Me sentía tan decepcionado que ni siquiera me fije que en la caja estaba también el papel en el que escribí por primera vez nuestros nombres.  Henry había añadido una palabra delante de cada nombre. Esas fueron las siguientes que aprendí: de HENRY para LUCAS
       Al principio me sentí engañado, esperaba un tesoro maravilloso, algo de mucho valor con lo que conseguir que mamá dejara de trabajar y de preocuparse por mi futuro, tendría dinero para ir a la universidad de mayor, como ella quería. Nada me salía bien, yo no era uno de los protagonistas de las historias fantásticas de Henry, capaces de cualquier hazaña sin hacerse un rasguño, que conquistaban territorios, cabalgaban sobre caballos o dragones voladores y regresaban victoriosos junto a su familia. Luego, recordé la promesa que le había hecho a Henry y me apliqué en aprender a leer. Quizá las letras de los cuadernos me guiasen hacia el verdadero tesoro y así fue.
       Los cuadernos de Henry, antes de convertirse en uno de los mejores libros de relatos publicados por la editorial donde trabajo, hicieron crecer en mí la afición a la lectura y la capacidad de estudio, y gracias a ellos conseguí ir a la universidad con una beca y licenciarme en Lengua y Literatura. Al principio mis pasos se dirigieron a la escritura pero pronto me di cuenta de que nunca escribiría nada como la herencia que me había dejado Henry. Cuando investigué sobre él descubrí que ni siquiera se llamaba Henry, no había sido corresponsal de guerra y quizá nunca saliera del país, ni de la provincia. Era periodista y también había publicado un libro juvenil con éxito, pero cuando murió su mujer decidió aislarse de todo y se vino a vivir a la casa de al lado. Durante esos años se mantuvo gracias a colaboraciones en los diarios locales, escribiendo artículos muy diferentes a las historias de sus cuadernos. En ellas volcó toda su fantasía y la guardó para mí bajo el peldaño de las escaleras.