Se me pasaban las horas vigilándole
tras las cortinas, sabía sus horarios, cuando entraba y salía de casa, si
sacaba la basura o se sentaba a leer en el jardín. Reconocía el ruido del motor
de su coche cuando se acercaba a la urbanización y aprovechaba la menor ocasión
para acercarme a él. Dos meses de pequeños momentos: comentando el tiempo que
va a hacer, qué estaba leyendo, cómo
había elegido esa casa entre tantas que se vendían por los alrededores. Un día
me atreví a preguntarle si tenía familia. Cuando me dijo que estaba solo, me
recorrió un hormigueo que me costó disimular. Decidí pasar a la acción, no
había nada que me lo impidiese, el nuevo vecino estaba libre. Al principio tuve
mis dudas porque los hombres maduros eran como esponjas que me absorbían y
luego se alejaban sin saber porqué. Pensaba que era una maldición, no podía
evitar que me atrajesen y luego comprobar que para ellos el amor duradero
parecía no existir. Y otra vez me estaba pasando.
Me alegré de que alguien se instalara
en la casa de al lado y en seguida fui a darle la bienvenida, al encontrarme
con él en la puerta, frente a frente, con sus ojos azules de mirada dulce y el
cálido apretón de manos, ya sentí algo. No sabía si era química o qué, pero
habría deseado que me invitase a entrar y pasar con él el resto de la tarde. Se
excusó con que aún tenía la casa sin organizar, le faltaba desembalar la
mayoría de las cajas de la mudanza. Prometió que pronto tomaríamos café en el
porche, en cuanto encontrase las tazas. Esperé impaciente a que lo hiciese pero
los días iban pasando y, aunque él parecía interesado en mantener una buena
relación conmigo, no mostraba mucho entusiasmo, solo cordialidad: “muy buenos
días, ¿te ayudo con el césped?, parece que hoy va a hacer buen tiempo, dicen
que la película que dan esta noche en la tele merece la pena”. Cosas así de las
que te hacen la vida agradable y que no
echas de menos hasta que, al contrario, tienes un vecino que te complica
la existencia.
No pude aguantar más y lo planeé todo
para que cayese rendido en mis brazos: mi coche aparcado en la calle con el
capó abierto, yo, vestida como si fuera a una fiesta, mirando perpleja el
motor. Era sábado y los talleres estaban cerrados, ya había pensado en eso y
también me había cerciorado de que él estaría en casa esa tarde. Seguro que me
estaba viendo pero pasaban los minutos y no salía. Tuve que llamar a su puerta
y rogarle que le echara un vistazo al coche. Tardó en reaccionar pero al fin
salió e intentó arreglar la avería, por supuesto fue rápido, el motor arrancó
enseguida. Me miró con una media sonrisa a la vez que mostrándome las manos
sucias se encaminaba hacia su casa para lavarse. “Ya puedes ir a tu cita” susurró
al darme la espalda. Corrí tras él y antes de que llegara a la puerta ya me
tenía enfrente. “No tengo ninguna cita, bueno sí, si tu quieres…” Me abalancé
sobre él para besarle y a poco más me caigo cuando se apartó. No me lo podía
creer, nunca me había pasado, quise que me tragara la tierra, y por lo que
parecía él tampoco sabía dónde meterse. “Ahora sí que tenemos que hablar mi
querida niña, lo he pospuesto demasiado tiempo” Me invitó a pasar, sirvió el
café en dos vasos, aún tenía por el salón cajas sin desembalar. Una fotografía
en un pequeño marco era el único adorno visible, me la acercó, “somos tu y yo
cuando tenías cuatro años, ¿recuerdas?, soy papa” No podía ser, papa estaba
muerto, yo no le conocí porque era muy pequeña cuando sucedió pero mamá me lo
había contado. Miré bien la foto y sin duda aquella niña era yo. Salí corriendo
de allí como si tuviera que refugiarme, intentando huir de esa situación
extraña que, sin querer, había provocado.
Fue la noche más larga de mi vida, no
dormí dándole vueltas, sin poder contener tantas preguntas que sobrevenían a mi
cabeza. Cuando amaneció y entró la luz por mi ventana deseé que todo hubiera
sido un sueño pero a la vez quería respuestas. Me eché el albornoz por encima de la ropa, que
aún llevaba puesta, y fui directa a pedirle que se explicara. Llamé, no
contestó nadie, insistí por si estaba durmiendo pero nada. Me acerqué a la
ventana y tras los cristales del salón pude ver que las cajas habían
desaparecido, todo parecía estar ordenado y sobre la mesa, junto a dos tazas,
nuestra foto. Estaba a punto de marcharme cuando él volvía de comprar el
periódico. Era domingo, no había prisa, pudimos tomar con tranquilidad nuestro
primer desayuno.