viernes, 20 de abril de 2012

EL CADILLAC


El sol ha empezado a bajar y la catedral proyecta su sombra sobre el callejón de La Habana vieja por donde pasea “el rojo” mirando hacia todas partes. Enciende un cigarrillo, lo apura hasta el filtro y lo apaga contra el suelo, justo en el mismo sitio donde hay al menos veinte colillas más. Pone la oreja cerca de la persiana de un garaje pero enseguida se aleja negando con la cabeza, mira el reloj y continúa su deambular arriba y abajo de la calle.
En el interior del garaje Santiago “el indio” muestra los asientos de cuero de un viejo Cadillac a una pareja de turistas alemanes. El hombre, de pelo largo y rubio, mira todo con minuciosa atención mientras Fabián intenta explicarles las características del coche con unas pocas palabras en inglés y otras en alemán que mezcla con su verborrea cubana.  Los turistas se miran, el hombre rubio levanta los hombros y la barbilla, a lo que su compañera responde con un pequeño gesto de consentimiento al mismo tiempo que relaja los brazos reduciendo la presión con la que mantenía abrazado el bolso. En ese momento Fabián les presenta los papeles del coche y el bolígrafo para que los firmen. Una vez firmados, la mujer saca el dinero del bolso y lo  cuenta siseando números incomprensibles. Cuando se lo entrega a cambio de las llaves, entre “el indio” y él levantan la persiana para que los turistas puedan sacar el coche.
A cinco pasos está “el rojo” con otro cigarrillo en la boca, nada mas oír la persiana levantarse lo tira y, antes de que llegue al suelo, Fabián y “el indio” ya están a su lado. Los tres echan a correr calle abajo, siguen caminando deprisa, sin mirar atrás, hasta llegar a la chabola donde vive Fabián con su mujer y sus cinco hijos.  Los tres ríen mientras se reparten el dinero.  Después salen a celebrarlo.
La oscuridad les encubre cuando pasan de madrugada al lado del garaje, se ha quedado abierto y ahí sigue, inmóvil, el viejo Cadillac.   

sábado, 7 de abril de 2012

EL VIAJE

           Pronto sería tiempo de siega en la tierra del trigo. El sol bañaba de calidez las espigas maduras, mientras el aire de la tarde las hacía mecerse y formar olas. Aquella llanura perfecta, tan solo rota por el curso del río, parecía un mar amarillo. En él flotaba una pequeña isla, un pueblo formado por apenas cincuenta casas alrededor de una iglesia, que había nacido bajo la protección de un legendario señor feudal y a la sombra de su castillo.  
Tras los muros de adobe de una de las casas, Casilda barría afanosa el suelo de las dos habitaciones del piso de arriba que, esa misma mañana, le habían ayudado a vaciar su padre y su cuñado. No eran muchos los muebles que habían tenido que sacar, dos camas grandes, una de hierro en la que durmieron doce años ella y su difunto marido, y otra para los hijos mayores, también bajaron las cunas de los dos pequeños y los baúles donde guardaba la ropa. Todo lo demás era del dueño de la casa, Fabricio el boticario, que vivía en otra más grande que se había mandado construir en el centro del pueblo, con un cuartito al lado de la entrada para despachar las boticas.
          Mientras bajaba, pasó la escoba a las escaleras arrastrando la suciedad a su paso hasta el piso de abajo. Se quedó quieta y sus ojos húmedos se quedaron fijos un momento, reviviendo todos los recuerdos, pero enseguida reaccionó. Ya se había ocupado antes de dejar la cocina y la cuadra bien limpias, así que en apenas cuatro pasos, llegó a la puerta, siempre había que tirar de ella con fuerza para abrirla. Barrió la porquería hasta la calle y volvió dentro a dejar la escoba por si acaso le pudiera servir al próximo inquilino.
          Desde la penumbra de la cocina se dirigió a la luz roja del atardecer que entraba por la puerta entreabierta de la casa. Al cerrarla le pareció liviana, a pesar del cansancio acumulado por los preparativos de los últimos días, cuando tiró de ella, no ofreció la misma resistencia al rozar la madera en el suelo, si Casilda creyera en fantasmas le habría parecido que alguien empujaba desde dentro ayudándola. Pero no tenía tiempo para pensamientos absurdos, había sido un día agotador, necesitaba descansar,  mañana tenía que levantarse temprano para poder coger el autobús de las siete y media.
          Cerró la casa y llevó la llave al boticario. Él sabía, como todo el pueblo, que Casilda se marchaba a la capital para ver si encontraba trabajo con el que poder sacar adelante a sus seis hijos. La deseó que todo le fuera bien como todos los vecinos que se fue encontrando mientras se acercaba a casa de sus padres, donde pasaría la última noche antes de emprender el viaje.
Los gallos no cantaron sólo al amanecer, Casilda les oyó toda la noche acompañando a las campanadas de las horas en el reloj de la iglesia. La ansiada luz del día no la sorprendió dormida, eran pocas las cosas que le quedaban por hacer pero no podía estarse quieta en la cama. Revisó la maleta, lo tenía todo; los dos vestidos negros, la chaqueta de punto, las medias y el abrigo, sin embargo estaba segura de que le faltaba algo y siguió dándole vueltas mientras besaba con cuidado para no despertarlos, a sus dos hijos pequeños, que habían dormido con ella y que se quedaban al cuidado de la abuela. Los cuatro mayores estaban repartidos al cargo de otros familiares.
El cielo raso observaba los pasos cortos de Casilda cargada con la maleta hasta la parada del autobús. Iba a ser un día caluroso para hacer un viaje largo, el primero que hacía ella sola. Sentada junto a la ventanilla siguió al paisaje con la vista hasta que se durmió aburrida, era un sueño ligero lleno de imágenes que se movían en su interior al igual que pasaban tras el cristal, desdibujados por el polvo, los campos y pueblos que el autobús iba dejando atrás.
Las nubes habían borrado el azul  y una suave lluvia empezó a dejar, por fuera de las ventanillas, pequeñas gotas que resbalaban poco a poco hasta desaparecer. El olor al humo de las fábricas, atrapado entre las casas altas de la ciudad, se coló en el interior del autobús un rato antes de  llegar a la estación. Casilda bajó despacio a la vez que, desde la escalerilla, buscaba inquieta a su alrededor. Esperó a que el conductor sacara todo el equipaje para poder recoger su maleta, que mantenía sin perder de vista y que agarró decidida al oír que alguien la llamaba al otro lado de la estación, era su hermana, la única persona que conocía en la ciudad. No le importó el peso ni correr entre la multitud, en un instante las dos estaban abrazadas. Juntas conseguirían superar las adversidades de la nueva vida que emprendían.

LA HOJA DEL CUADRO

     
La hoja brotó un día de Marzo en el que el naciente esplendor del bosque húmedo brillaba bajo el sol. Desde lo alto del árbol al que estaba prendida se podían distinguir mil verdes diferentes salpicados por pequeños puntos de otros muchos colores alegres.
Poco después se había hecho grande y lucía orgullosa un verde profundo y brillante, tenía un tallo robusto que la ayudaba a soportar los días de vendaval haciendo que permaneciera unida a la rama a la que de momento necesitaba para vivir. Allí estaba bien, junto a las otras hojas, creciendo alimentada por la savia que fluía en el tronco del árbol del que había surgido. Los días de primavera en los que tembló, bajo la tardía nieve, la hicieron fuerte para soportar el viento, el granizo y el sol ardiente de alguna tarde de verano en la que poco le faltó para desfallecer. Mustia o tersa, permaneció allí inmóvil mientras todo iba cambiando a su alrededor, el sol y la luna se turnaban, los pájaros volaban entre las ramas cuidando de los pequeños que piaban en los nidos y de vez en cuando algún desconocido se sentaba debajo y apoyaba su espalda en el tronco mientras leía un libro.
Un día, cuando ya no añoraba poderse mover, se dio cuenta de que los mil verdes empezaron a amarillear y el paisaje vestía una mezcla de ocres y tierras que le daban una apariencia apacible. La hoja no desentonaba en aquél todo cambiante, su aspecto era reseco y rugoso y su tallo estaba debilitado por lo que se mecía temblorosa pendiente de que en cualquier momento se pudiera soltar y caerse.
Soplaba un aire fresco que al pintor se le antojó traicionero, ya se iba para casa cuando el viento trajo volando una hoja seca que se posó a sus pies. La recogió y desde entonces, envuelta de laca verde, permanece adherida al lienzo, inmóvil para siempre, observando cómo todo sigue moviéndose a su alrededor.