La
hoja brotó un día de Marzo en el que el naciente esplendor del bosque húmedo
brillaba bajo el sol. Desde lo alto del árbol al que estaba prendida se podían
distinguir mil verdes diferentes salpicados por pequeños puntos de otros muchos
colores alegres.
Poco
después se había hecho grande y lucía orgullosa un verde profundo y brillante,
tenía un tallo robusto que la ayudaba a soportar los días de vendaval haciendo
que permaneciera unida a la rama a la que de momento necesitaba para vivir.
Allí estaba bien, junto a las otras hojas, creciendo alimentada por la savia
que fluía en el tronco del árbol del que había surgido. Los días de primavera
en los que tembló, bajo la tardía nieve, la hicieron fuerte para soportar el
viento, el granizo y el sol ardiente de alguna tarde de verano en la que poco
le faltó para desfallecer. Mustia o tersa, permaneció allí inmóvil mientras
todo iba cambiando a su alrededor, el sol y la luna se turnaban, los pájaros
volaban entre las ramas cuidando de los pequeños que piaban en los nidos y de
vez en cuando algún desconocido se sentaba debajo y apoyaba su espalda en el
tronco mientras leía un libro.
Un
día, cuando ya no añoraba poderse mover, se dio cuenta de que los mil verdes
empezaron a amarillear y el paisaje vestía una mezcla de ocres y tierras que le
daban una apariencia apacible. La hoja no desentonaba en aquél todo cambiante,
su aspecto era reseco y rugoso y su tallo estaba debilitado por lo que se mecía
temblorosa pendiente de que en cualquier momento se pudiera soltar y caerse.
Soplaba
un aire fresco que al pintor se le antojó traicionero, ya se iba para casa
cuando el viento trajo volando una hoja seca que se posó a sus pies. La recogió
y desde entonces, envuelta de laca verde, permanece adherida al lienzo, inmóvil
para siempre, observando cómo todo sigue moviéndose a su alrededor.