El sol ha empezado a bajar y la catedral proyecta su
sombra sobre el callejón de La
Habana vieja por donde pasea “el rojo” mirando hacia todas
partes. Enciende un cigarrillo, lo apura hasta el filtro y lo apaga contra el
suelo, justo en el mismo sitio donde hay al menos veinte colillas más. Pone la
oreja cerca de la persiana de un garaje pero enseguida se aleja negando con la
cabeza, mira el reloj y continúa su deambular arriba y abajo de la calle.
En el interior del garaje
Santiago “el indio” muestra los asientos de cuero de un viejo Cadillac a una
pareja de turistas alemanes. El hombre, de pelo largo y rubio, mira todo con
minuciosa atención mientras Fabián intenta explicarles las características del
coche con unas pocas palabras en inglés y otras en alemán que mezcla con su
verborrea cubana. Los turistas se miran,
el hombre rubio levanta los hombros y la barbilla, a lo que su compañera
responde con un pequeño gesto de consentimiento al mismo tiempo que relaja los
brazos reduciendo la presión con la que mantenía abrazado el bolso. En ese
momento Fabián les presenta los papeles del coche y el bolígrafo para que los
firmen. Una vez firmados, la mujer saca el dinero del bolso y lo cuenta siseando números incomprensibles.
Cuando se lo entrega a cambio de las llaves, entre “el indio” y él levantan la
persiana para que los turistas puedan sacar el coche.
A cinco pasos está “el rojo”
con otro cigarrillo en la boca, nada mas oír la persiana levantarse lo tira y,
antes de que llegue al suelo, Fabián y “el indio” ya están a su lado. Los tres
echan a correr calle abajo, siguen caminando deprisa, sin mirar atrás, hasta
llegar a la chabola donde vive Fabián con su mujer y sus cinco hijos. Los tres ríen mientras se reparten el dinero. Después salen a celebrarlo.
La oscuridad les encubre cuando
pasan de madrugada al lado del garaje, se ha quedado abierto y ahí sigue,
inmóvil, el viejo Cadillac.