Y
es que lo aborrecía, cada vez que salía su cara en alguna noticia o en
cualquier programa de televisión tenía que cambiar de cadena, no hacía falta
que empezara a hablar. Le odiaba a él, a su política y a todo lo que
representaba.
Tampoco
podía soportar las fotografías suyas que encontraba por las calles, pegadas en muros y vallas publicitarias que, sobre todo
en elecciones, estaban por todas partes. Volvía la mirada para no verlas,
repetidas hasta la saciedad, pero le resultaba imposible evitarlo. Una mañana,
cuando iba al trabajo, estuvo a punto de ser atropellado por desviarse para
dejar a un lado varios carteles electorales que distinguió desde lejos. Le
salvó un sonoro claxon y el frenazo a tiempo del conductor. Desde entonces dejó
de salir solo. Tenía que acompañarle alguien para caminar por la calle, de esa
manera cuando se acercaba a las fotografías publicitarias podía cerrar los ojos sin miedo.
El
problema surgió cuando los amigos que solían acompañarle le fallaban, unas
veces porque estaban enfermos, otras porque tenían obligaciones familiares o
cualquier otra urgencia, pero lo peor era cuando adquirían el mismo odio y, por
lo tanto, la misma necesidad de cerrar los ojos ante la misma cara. Acababan por
el suelo en estado lamentable, con la ropa llena de polvo, los folios
esparcidos, o sangrando por las rozaduras a causa del tropezón. Para poder ir a
trabajar tuvo que contratar los servicios de una empresa de acompañantes, que,
aunque cara, al principio fue una buena solución, pero después de varios
malentendidos y muchos retrasos en los horarios fijados, se decidió a atajar el
problema de otra manera. Fue a una escuela para ciegos a que le enseñaran a desplazarse
como lo hacían ellos y se negaron. Calculó que en transporte público las
posibilidades de encontrar publicidad del odiado político eran muy altas, por
lo que a partir de entonces recorrería la distancia de casa al trabajo en coche.
Tardaba casi una hora en salir del garaje, sortear el tráfico por el centro y
aparcar junto a la oficina, así que a mediodía no podía volver a comer y se
llevaba bocadillos que le estropeaban el estómago. Empezó a sentir molestias
sobre todo por las noches y no podía dormir bien. Se pasaba en vela hasta las
tantas y luego, cuando conseguía dormirse, la cara maldita se le aparecía en
sueños. Los compañeros del trabajo le encontraban cada día más demacrado y
taciturno, los jefes dejaron de ofrecerle tareas de responsabilidad porque ya
les había fallado varias veces, y cuando se encontraban con él en los pasillos
le rehuían para no tener que darle explicaciones.
Según
pasaban los días tenía peor aspecto, comenzó a descuidarse, no se afeitaba ni
peinaba. Se ponía siempre la misma ropa arrugada y sucia y desprendía un olor repugnante.
Nadie quería estar a su lado, todos se apartaban resoplando y agitando la mano
ante la nariz. Él no parecía darse cuenta, seguía su rutina diaria ignorando a
los demás y con la misma y feroz resistencia a enfrentarse a la cara que
odiaba. En el trabajo lo soportaron durante un tiempo pero al final lo echaron.
Desde entonces dejó de salir de casa.
Le
había crecido mucho la barba y el pelo, empezaban a vérsele las canas entre los
mechones enredados,siempre estaba en pijama y para lo único que cruzaba su
puerta era para bajar al portal a recoger el correo, lo rescataba a tientas de
entre la propaganda y subía rápidamente dejando tras de sí un montón de papeles
tirados. Le llegó una carta del banco, ofreciéndole un préstamo a un interés
altísimo, sabía que eran plazos imposibles pero, después de que se le acabaran
los ahorros, no tenía con qué pagar los pedidos de comida que hacía por
teléfono y accedió ante aquellas falsas facilidades.
Llegó
un momento en que los repartidores ya no querían llevarle nada y los vecinos al
verlo, en las pocas ocasiones que se encontraban con él en el descansillo o en
el ascensor, huían despavoridos. Los de su planta empezaron a notar el olor a
inmundicia que salía de su apartamento y llamaron a la policía. Vinieron pero
no consiguieron entrar, él no les abrió, los observó a través de la mirilla
largo rato, insistiendo con el timbre y hablándole desde afuera, pero las
palabras habían dejado de tener sentido para él. Hacía tiempo que no ponía la
radio ni la televisión, y tampoco recogía las cartas porque ya sólo recibía requerimientos del banco y del juzgado. Pasó unos días sin que lo
molestasen hasta que, de pronto llegaron los bomberos, echaron la puerta abajo
y abrieron paso a los médicos con un equipo de desinfección.
Lo rodearon en cuestión de segundos pero lo más horroroso fue que todos tuvieran
la misma cara del político que tanto odiaba. Se cubrió los ojos y retrocedió
hasta chocar con una pared, allí se fue acurrucando y al final se quedó quieto.