miércoles, 22 de mayo de 2013

LA CARA DE LA POLITICA


 

Y es que lo aborrecía, cada vez que salía su cara en alguna noticia o en cualquier programa de televisión tenía que cambiar de cadena, no hacía falta que empezara a hablar. Le odiaba a él, a su política y a todo lo que representaba.                    

   Tampoco podía soportar las fotografías suyas que encontraba por las calles, pegadas en  muros y vallas publicitarias que, sobre todo en elecciones, estaban por todas partes. Volvía la mirada para no verlas, repetidas hasta la saciedad, pero le resultaba imposible evitarlo. Una mañana, cuando iba al trabajo, estuvo a punto de ser atropellado por desviarse para dejar a un lado varios carteles electorales que distinguió desde lejos. Le salvó un sonoro claxon y el frenazo a tiempo del conductor. Desde entonces dejó de salir solo. Tenía que acompañarle alguien para caminar por la calle, de esa manera cuando se acercaba a las fotografías publicitarias  podía cerrar los ojos sin miedo. 

   El problema surgió cuando los amigos que solían acompañarle le fallaban, unas veces porque estaban enfermos, otras porque tenían obligaciones familiares o cualquier otra urgencia, pero lo peor era cuando adquirían el mismo odio y, por lo tanto, la misma necesidad de cerrar los ojos ante la misma cara. Acababan por el suelo en estado lamentable, con la ropa llena de polvo, los folios esparcidos, o sangrando por las rozaduras a causa del tropezón. Para poder ir a trabajar tuvo que contratar los servicios de una empresa de acompañantes, que, aunque cara, al principio fue una buena solución, pero después de varios malentendidos y muchos retrasos en los horarios fijados, se decidió a atajar el problema de otra manera. Fue a una escuela para ciegos a que le enseñaran a desplazarse como lo hacían ellos y se negaron. Calculó que en transporte público las posibilidades de encontrar publicidad del odiado político eran muy altas, por lo que a partir de entonces recorrería la distancia de casa al trabajo en coche. Tardaba casi una hora en salir del garaje, sortear el tráfico por el centro y aparcar junto a la oficina, así que a mediodía no podía volver a comer y se llevaba bocadillos que le estropeaban el estómago. Empezó a sentir molestias sobre todo por las noches y no podía dormir bien. Se pasaba en vela hasta las tantas y luego, cuando conseguía dormirse, la cara maldita se le aparecía en sueños. Los compañeros del trabajo le encontraban cada día más demacrado y taciturno, los jefes dejaron de ofrecerle tareas de responsabilidad porque ya les había fallado varias veces, y cuando se encontraban con él en los pasillos le rehuían para no tener que darle explicaciones.

   Según pasaban los días tenía peor aspecto, comenzó a descuidarse, no se afeitaba ni peinaba. Se ponía siempre la misma ropa arrugada y sucia y desprendía un olor repugnante. Nadie quería estar a su lado, todos se apartaban resoplando y agitando la mano ante la nariz. Él no parecía darse cuenta, seguía su rutina diaria ignorando a los demás y con la misma y feroz resistencia a enfrentarse a la cara que odiaba. En el trabajo lo soportaron durante un tiempo pero al final lo echaron. Desde entonces dejó de salir de casa.

   Le había crecido mucho la barba y el pelo, empezaban a vérsele las canas entre los mechones enredados,siempre estaba en pijama y para lo único que cruzaba su puerta era para bajar al portal a recoger el correo, lo rescataba a tientas de entre la propaganda y subía rápidamente dejando tras de sí un montón de papeles tirados. Le llegó una carta del banco, ofreciéndole un préstamo a un interés altísimo, sabía que eran plazos imposibles pero, después de que se le acabaran los ahorros, no tenía con qué pagar los pedidos de comida que hacía por teléfono y accedió ante aquellas falsas facilidades.

   Llegó un momento en que los repartidores ya no querían llevarle nada y los vecinos al verlo, en las pocas ocasiones que se encontraban con él en el descansillo o en el ascensor, huían despavoridos. Los de su planta empezaron a notar el olor a inmundicia que salía de su apartamento y llamaron a la policía. Vinieron pero no consiguieron entrar, él no les abrió, los observó a través de la mirilla largo rato, insistiendo con el timbre y hablándole desde afuera, pero las palabras habían dejado de tener sentido para él. Hacía tiempo que no ponía la radio ni la televisión, y tampoco recogía las cartas porque ya sólo recibía requerimientos del banco y del juzgado. Pasó unos días sin que lo molestasen hasta que, de pronto llegaron los bomberos, echaron la puerta abajo y abrieron paso a los médicos con un equipo de desinfección. Lo rodearon en cuestión de segundos pero lo más horroroso fue que todos tuvieran la misma cara del político que tanto odiaba. Se cubrió los ojos y retrocedió hasta chocar con una pared, allí se fue acurrucando y al final se quedó quieto.