domingo, 5 de mayo de 2013

SUEÑOS ROTOS


Llueve sin cesar y un aire desapacible recorre las calles. En un barrio humilde de la ciudad vive Carmelo, un hombre solitario de cincuenta y cinco años a quien los vecinos conocen como “el solterón”.
     Hace ocho meses quebró la empresa en la que trabajaba y desde entonces anda malviviendo con la prestación de desempleo. Esta situación ha minado su carácter alegre haciéndole decaer en un día a día de búsquedas decepcionantes. Está cansado de oír que su perfil no es el apropiado para ese u otro trabajo, que deje su currículum y dentro de unos días le llamarán, o que cuando terminen la selección de personal tendrá noticias si le necesitan. En cierta ocasión, después de fracasar en uno de tantos intentos para conseguir empleo, se fue a la playa y se metió dispuesto a dejarse llevar mar adentro. Cuando le socorrieron, ninguno de los curiosos que formaban un gran corro a su alrededor, pudo ver las lágrimas rodando por el rostro empapado.
     No se sabe cómo, Carmelo ha ido pasando el tiempo sin entrever un rayito de esperanza, sin embargo al fin le ha sucedido algo diferente. A media mañana el cartero ha llamado a su timbre, no para que le abra el portal como suele hacer siempre, no, le ha traído una carta certificada en la que le citan para una entrevista. Una gran empresa necesita cubrir un puesto y Carmelo tiene que presentarse al día siguiente, a primera hora de la mañana en las oficinas centrales.
    Desde ese momento ha pasado el día nervioso, las tres tilas que se ha tomado no han podido calmarle. El estrecho pasillo de su piso ha sido testigo de idas y venidas, intentando tranquilizarse mientras preparaba las palabras que iba a utilizar en la entrevista. “Esta vez lo voy a conseguir, seguro que en esa empresa gano un buen sueldo en poco tiempo. Con lo que me paguen el primer mes me voy a comprar un par de trajes nuevos, que la presencia es lo primero”, se ha dicho a sí mismo.
    Así ha transcurrido la tarde. A las nueve y media, después de sacar del armario su mejor ropa y estirarla sobre la silla para que no se arrugara, ha mirado el viejo despertador, pensando en que antes de irse a la cama tiene que prepararlo para que suene mañana a las siete. Luego ha puesto la televisión para distraerse con otra cosa y, entre el murmullo de las voces, la digestión de la escasa cena y el calor de la manta, que, a falta de calefacción, se ha echado por encima, han hecho que se quede dormido en el sofá.
    La lluvia ha seguido cayendo con fuerza y, ayudada por el viento, ha azotado la persiana de la salita. A las dos, más o menos, se ha levantado y medio sonámbulo ha colocado unos periódicos entre los cristales y la persiana del dormitorio para que dejara de moverse y no hiciese ruido, pero aún con eso y el cambio a la comodidad de la cama, desde entonces ha pasado la noche en un duermevela. La culpa no ha sido sólo de la lluvia, desde que ha recibido la carta, su cabeza ha empezado a bullir como una olla a presión, dando mil vueltas a las ideas que le han acudido en oleadas, ordenándolas para luego eliminarlas o para que al final hayan acabado instaladas de forma definitiva entre las neuronas enfervorizadas de su cerebro.
    Los sueños de esta noche, durante los breves periodos de tiempo en que ha conseguido dormir, no pueden distinguirse de los que ha tenido mientras los nervios le han mantenido despierto: “Si voy elegante y con buen aspecto, a poco que me esfuerce realizando el trabajo, seguro que pronto me ascienden, con lo cual el sueldo será mayor, entonces no se me escapará ese coche que tienen en el escaparate del concesionario de enfrente. Con los trajes nuevos y ese cochazo pareceré el director y… ¿cómo va a vivir el director de una gran empresa en este pequeño piso del extrarradio? Mejor me compro un piso céntrico, grande y con garaje por supuesto. Además, conoceré a mucha gente, sobre todo a mujeres jóvenes y atractivas, que no se me podrán resistir. Dejaré de ser el solterón, a partir de ahora tendrán que llamarme el ligón”. Al momento de haber sentido ese optimismo eufórico, cualquier pensamiento ha hecho que su ánimo caiga en picado y aparezca el fantasma del miedo al fracaso.
    La noche ha sido interminable, las manecillas del despertador, que Carmelo ha olvidado preparar, han tardado siglos en deslizarse entre los números de la esfera y la lluvia ha seguido azotando la ventana hasta que se ha hecho de día. Con la persiana bajada, la luz que apenas entraba por algunas rendijas ha conseguido despertarle.
    Se incorpora de repente abriendo los ojos de par en par. “¿Qué hora es?... ¡El despertador no ha sonado!... El viejo reloj me la ha vuelto a jugar” Se repite para justificar el torpe olvido. “¡Ya son las nueve! ¡Dios mío no llego a la entrevista, mi gran oportunidad desperdiciada…!”
   Aún medio aturdido salta de la cama con el reloj en la mano, abre la ventana, lo arroja a la calle y se queda mirando perplejo el recorrido de la caida hasta ver cómo termina estrellándose en el suelo encharcado. En este momento su mente se queda en blanco y su cuerpo se vuelve ligero, como si pudiera volar. El tiempo se detiene, nada importa y, en un suspiro, sólo con un pequeño movimiento, Carmelo se desliza hacia fuera, dejándose caer tras el despertador. Las gotas de lluvia que acarician su rostro quieto parecen lágrimas.