Chico
pasa unos días con mamá todos los años. Desde que tuvo que marcharse a trabajar
en la ciudad acostumbra a dejar parte de las vacaciones para volver a casa.
Mamá le
espera impaciente y para recibirle prepara una fiesta de bienvenida. Invita a
todos los amigos y vecinos y asa kilos de chorizo, salchichas y lonchas de
bacón en la barbacoa. “Todo light” dice, animando a todo el mundo a que coman
sin contar las calorías, que “ya habrá tiempo de hacerlo el resto del año”.
Ahora su hijo ha vuelto, y disfruta agasajándole con todo lo que sabe que le
gusta. El primer día le prepara: sopa con picatostes crujientes, un sabroso guisado
de carne con patatas rellenas de queso y, de postre, tarta de chocolate. Al día siguiente le pone de primero una ración
más que generosa de ensaladilla, luego medio cordero asado, y por último, natillas
con mucha canela y bizcochos. Como sabe que le encantan los pimientos rellenos
de bacalao, una noche le sorprende con una cacerola de barro, como para cuatro
raciones, que Chico se acaba en un abrir y cerrar de ojos. Así, durante el
tiempo que pasa en casa de vacaciones, desfilan ante él platos repletos de
estofado de ternera, chuletillas, solomillo, pato asado, empanada de bonito,
canelones, espaguetis a la carbonara, y todas sus recetas preferidas, sin
repetirse ni una sola vez, y sin que quede nada en las cazuelas.
Ella le observa
mientras se lo come todo, al principio con el ansia de lo mucho que hace que no
prueba esos manjares, pero según van pasando los días cada vez le resulta más
difícil terminar los platos. Aun así Chico no quiere decepcionar a mamá y se
esfuerza por no dejar ni las migajas. Unta las salsas, rebaña las fuentes de
los postres con glotonería fingida, y se afana en acabar como si no hubiera
comido desde hace tiempo.
Durante esos
días siempre hay algún amigo de la cuadrilla que le llama por teléfono para que
vaya a ver su casa y a conocer a su familia, Chico se lo agradece de veras y
promete que sacará un rato para ir, pero aún no ha acudido nunca a ninguna
invitación. Otros, como hace mucho que no le ven, se acercan a visitarle y
pasan un rato riéndose de las anécdotas del pasado, la mayoría torpezas
producidas por la obesidad infantil que preferiría no recordar. Por eso cuando
se marchan respira aliviado, además ya no se puede abrochar los pantalones y
les tiene que recibir en pijama y, con esas pintas, no está demasiado
presentable. Tampoco puede salir a la calle para moverse y ayudar a digerir la
comida, se pasa las tardes en el sofá viendo la tele y comiendo pastelitos y
galletas de las bandejas que le acerca mamá al salón. Mientras, ella sigue
incansable en la cocina, aderezando la comida del día siguiente y fregando los
cacharros deprisa para luego sentarse con Chico a tomar un café y charlar de
cómo le va en la ciudad.
Un día le prepara una olla de alubias con
carne y tocino, y de postre tarta de fresas, todo está delicioso y aunque Chico
se siente a rebosar consigue acabarlo. No quiere que mamá se disguste, bastante
mal lo pasó cuando él tuvo que irse y dejarla sola. Ella le mira complacida y
se anima para seguir cocinando cada día nuevas recetas. Le hace un pollo
guisado que está para chuparse los dedos, y paella, y bacalao al pilpil, y una
variedad infinita de postres irresistibles.
Esa noche,
después de cenarse una tortilla de patatas de seis huevos y casi una docena de
croquetas de jamón, el cuerpo de Chico llega al límite y comienza a sentir
escalofríos y nauseas. Al principio no parece motivo de alarma, quizá sea un
malestar pasajero, pero cuando le sube la fiebre y empiezan los retortijones mamá
llama al médico, que en cuanto lo tiene delante, apenas sin reconocerle, sabe
que sufre un empacho y que para curarse debe hacer dieta. Mamá se pone de
inmediato a preparar infusiones y caldos para que Chico mejore antes de volver
al trabajo.
Para el
último día ya se ha recuperado y puede hacer el viaje sin problemas. Frente al espejo,
la curva de su barriga es más pequeña y, aunque forzándola, ya se puede subir
la cremallera de los pantalones. Mamá lo acompaña a la estación, quiere
aprovechar los últimos instantes de estar con él. Le ha preparado una bolsa
termo con un montón de comida envasada para que meta al congelador en cuanto
llegue y tenga para ir sacando una temporada, es casi tan pesada como la maleta
que carga en la otra mano. A Chico no le gustan las despedidas y menos ver
llorar a mamá, pero todos los años aguanta impasible una infinidad de besos y
achuchones, y luego los adioses con la mano, hasta que el tren se pierde a lo
lejos camino de la ciudad.