Carlitos nunca se ha puesto una túnica; como cualquier
niño, a diario, viste con pantalones cortos y calcetines hasta la rodilla, casi
siempre heredados de su hermano. Este año mamá se ha empeñado en hacer miembros
de la cofradía del Cristo a toda la familia. Papá no está muy convencido, pero
hace lo que sea por tenerla contenta y para Carlitos, participar en una
procesión, es una verdadera novedad.
Se mira varias veces en el espejo, está diferente con el
sayón morado. Menos mal que los niños no llevan capirote, porque así no
parecerá un cucurucho de helado al revés, como sus padres. Lo que más le gusta
es la capa negra, antes de salir de casa corretea por el pasillo intentando que
la tela suba y ondee en el aire con la velocidad.
— ¿A qué parezco Superman, mamá? —pregunta para que le
presten atención.
— ¡Deja de correr Carlitos! Para cuando salgamos vas a
estar sudado y te tendré que volver a peinar… Y luego en la calle ya puedes ser
formal, anda como te han enseñado en los ensayos, y no te muevas de tu sitio
—La madre le da las últimas instrucciones antes de salir— Y hasta que
lleguemos, bien agarrado a mi mano, que hay mucha gente.
—Sí mamá, ya me lo has dicho mil veces. —Contesta el niño
con tono cansino— Siempre estás con lo mismo: que sea obediente y haga lo que me
mande el director, que no me salga de la formación, que no me pare si no se
paran todos… y lo que quiero saber no me lo dices.
—Ya te he explicado que una promesa se hace para pedir un
deseo secreto a Dios. —La mujer habla al niño sin mirarle mientras avanza por
la calle hasta la plaza de la iglesia. Su semblante triste contrasta con el
ilusionado del niño ante el ambiente festivo que les rodea.
Según se acercan es más difícil caminar, la multitud se
amontona en grupos llenando la plaza y las calles de alrededor. Carlitos y su
familia se abren paso con lentitud hasta encontrarse con los demás miembros de
la cofradía, se les distingue bien con los capirotes morados aunque el niño no
puede ver más que piernas apartándose a los lados. Sus padres lo llevan casi en
volandas hasta el lugar que tienen asignado. Le duelen las manos de lo fuerte
que lo traen agarrado. Se están colocando cuando se abre la puerta de la
iglesia. El fuerte murmullo de tantas conversaciones desciende poco a poco hasta
que sólo se oye un leve susurro y alguna tos. El pequeño se da cuenta de que
todo el mundo pone atención porque va a salir la imagen del Cristo y le pide a
su padre que le aúpe para poder verlo.
—Pero sólo un momento, que ya pesas mucho. —Le advierte
su padre mientras lo alza— Y además enseguida vas a verlo de cerca.
Sobre sus hombros
observa como desde la obscuridad de la iglesia va apareciendo el paso enmarcado
con un montón de pequeñas luces que se balancean al avanzar hacia el exterior y
que poco a poco dejan distinguir la figura de la cruz. Todo está en silencio y
en el aire de la tarde se mezcla el aroma de azahar, de incienso y de las
frituras que preparan en los bares de alrededor. El niño observa atento a los
seis hombres que cargan el paso, se mueven suavemente, al unísono, sin que se
les note el esfuerzo.
— ¿Papá, por qué van descalzos? —Pregunta el niño
sorprendido cuando terminan de salir a la plaza y se paran. El padre le
responde algo que Carlitos no puede oír porque al mismo tiempo las campanas
comienzan a tocar en lo alto de la torre.
Su padre lo baja de los hombros y lo acerca de la
mano a la fila, Carlitos y otros niños van justo detrás del Cristo, luego las
mujeres y en el tercer grupo los hombres. Su mamá está bien cerca y puede vigilarlo.
Si se da la vuelta el niño también puede
verla y desde su sitio le hace gestos señalando los pies de los costaleros.
Ella, también con señas, le indica que mire hacia delante, al Cristo, pero el
pequeño no puede apartar los ojos de las plantas ya enrojecidas que caminan con
aparente tranquilidad delante de él. Al poco rato la procesión se detiene, para
que una mujer cante una saeta desde la ventana, y aprovecha para acercarse a su
madre.
— ¡Eh mamá! ¡No pueden ir así, todo el recorrido, se van a
hacer sangre! —Exclama en alto para que le oiga por encima de la canción, justo
a la vez que termina.
Al oír estas palabras los que se encuentran alrededor
miran al niño con preocupación. La madre apurada, de forma instintiva, le tapa
la boca con la mano, luego se quita el capuchón, se agacha y le pide que vuelva
a su sitio en silencio. Carlitos, antes de separarse, rodea con los brazos la
túnica de su madre y deja al descubierto sus pies descalzos.
— ¡Tú también te vas a hacer pupa!, —vocifera— ¡no quiero
que te pongas malita y te lleven al hospital!
En ese instante el
niño echa a correr y se escapa por un lateral repleto de público, la madre sale
deprisa detrás de él pero enseguida lo pierde de vista. Mira a un lado y a
otro, tira el capirote y avanza a toda la velocidad que le permiten sus pies,
sufriendo la aspereza de las aceras, las piedritas y las colillas incluso
encendidas que pisa. Va a trompicones
preguntando a todo el mundo si han visto a un niño de seis años vestido de
cofrade. No sabe hacia dónde dirigirse, se le hacen eternos los minutos
deambulando en círculos, revisando cada rincón, cerciorándose de que el niño no
esté con otros niños con los que se encuentra,
seguros de la mano de algún adulto. No sabe si rezar o maldecir, en su
cabeza sólo cabe una plegaria: “¡Por favor Dios mío, a este hijo que no le
ocurra nada!”. Entonces piensa en su
marido, quizá Carlitos haya ido a su encuentro.
El padre ha visto
todo desde atrás y ha reaccionado al momento atrapando al niño antes de que se
pierda entre la gente. De nuevo lo lleva
sobre los hombros para que su mujer lo vea por encima de la multitud. Cuando se
encuentran los tres, la procesión no ha avanzado demasiado, pueden volver a
colocarse y continuar juntos hasta el final.
Al terminar, el padre
entretiene a Carlitos mientras la madre cubre sus pies con vendas y se pone
unas zapatillas cómodas. Luego se dirigen al hospital a ver cómo se encuentra Rafa
y darle un beso de buenas noches.