Hacía poco que Henry había muerto cuando
por el agujero de la valla vi llegar a su casa un camión de mudanza. Por
segunda vez me equivoqué al creer que las cosas seguirían igual, para siempre.
Cada tarde miraba antes de ir a jugar en su jardín, luego me colaba por la
ventana entreabierta de la cocina, merendaba frente al sillón de Henry y me
cercioraba de que la caja seguía en su escondite. Me pareció que el lugar que
había elegido Henry era el más seguro, lejos de la curiosidad de mamá.
A
ella le preocupaba que pasase las tardes allí sólo, me decía que Henry había
sido muy bueno cuidándome mientras ella iba a trabajar, pero a partir de ese
momento me convenía hacer nuevos amigos. Se alegró mucho cuando le dije que los
vecinos recién llegados tenían un hijo de mi edad y que iba a mi colegio.
Enseguida congeniamos los dos, en cuanto le conté una de las historias de Henry
me invitó a merendar a su casa. Estaba distinta, recién pintada y casi sin
muebles, parecía más grande.
—Está muy bonita, ¿no vais a hacer obra,
verdad? Así está bien.
Me fijé en que habían barnizado la escalera
pero el clavo del tercer peldaño seguía sobresaliendo. Todo lo demás de Henry
había desaparecido, casi de un día para otro, sin que pudiera hacerme a la
idea, porque desde que llegó el camión lo único que pude hacer fue vigilar por
el agujero de la valla.
Henry hizo ese agujero una de las últimas
tardes que pasamos juntos. Lo hizo con un berbiquí desde su lado del jardín,
midiendo que quedara justo a la altura de mi ojo. Me dijo que era para que yo
vigilara, por si le pasaba algo, o por si entraba algún extraño. Poco habría
podido hacer un niño de seis años, pero me sentí como un verdadero vigía que defiende
el castillo desde su puesto en la torre más alta, y la verdad era que, llegado
el caso, sí que podía correr más rápido que Henry para pedir ayuda. Quizá ya
presentía que no le quedaba mucho tiempo, porque recuerdo que a los pocos días,
cuando fui a su casa como todas las tardes, me pidió que le diera un abrazo,
aunque ya habíamos hablado que esas cosas eran de niñas. Tenía que haberme dado
cuenta de que él no iba a estar allí toda la vida.
Como solía hacer, me contó una historia
mientras me acababa la merienda, y luego me dijo que le trajera la caja
metálica que estaba debajo del tercer peldaño de la escalera.
—Sólo tienes que tirar del clavo que
sobresale del tablero lateral —me dirigió desde su sillón orejero.
Me daba las instrucciones con la misma
voz profunda y el mismo tono intrigante con el que me adentraba en los bosques
mágicos de sus historias, como si en ese momento fuera a descubrir un tesoro en
una isla solitaria, o a trasladarme a los tiempos de los dinosaurios. Me costó
abrir la portezuela bajo la escalera pero, después de varios intentos y los
ánimos de Henry desde el sillón, lo conseguí. Allí estaba la caja, polvorienta,
en la oscuridad de su escondite. No me atrevía a cogerla.
—¡Vamos, qué no muerde! —se mofó Henry—.
Sólo es polvo. ¿Quieres traerla de una vez?
Tiré de la caja hacia afuera con las
puntas de los dedos, no pesaba mucho, y se la acerqué apenas sin tocarla,
manteniéndola por delante a toda la distancia que me daban los brazos
estirados. Cualquiera sabía, conociendo a Henry, qué cosas escondía en esa caja.
Podían ser grillos, o saltamontes, o alacranes de cuando estuvo de corresponsal
de guerra. Quizá una víbora o igual no era nada vivo. Podían ser piedras
preciosas, alabastro, lapislázuli de cuando estuvo en Suramérica, o perlas de
oriente, regalo de aquél sultán que hacía dormir a los tigres con su canto. Me
había descrito tantos sitios y a tantas personas que había conocido en sus
viajes, que deseaba hacerme mayor para empezar a recorrer el mundo como él.
—En esta caja guardo lo
más valioso que tengo y es para ti, aunque sólo podrás abrirla cuando yo me
haya ido, además aún eres un poco pequeño para que aprecies su contenido,
primero tendrás que prometerme que vas a estudiar mucho.
Nunca
lo había visto tan serio, no podía decepcionarle.
—Sí, Henry, te lo prometo. Hemos empezado a
estudiar las letras y los números en el cole y ya me sé cómo se escribe mi
nombre y el tuyo —le conté emocionado.
Henry me pidió que se lo demostrara,
sobre la mesa tenía un pequeño cuaderno y un lápiz para apuntar las cosas que
se le ocurrían. Escribí nuestros nombres:
HENRY, LUCAS. Su mirada
siguió mi trazo lento y torpe hasta que terminé, luego cogió el cuaderno y
arrancó la hoja.
—¡Esto es algo digno de recordar, tus
primeras palabras escritas! Este papel se merece un sitio de honor, de momento
lo pondré con un imán en la nevera pero pensaré en uno mejor.
Durante casi todo el curso continuó mi
amistad con el nuevo vecino, solíamos volver juntos del cole y muchas veces me
pedía que fuera a jugar a su casa pero nunca me dejaba solo y no tuve
oportunidad de rescatar la caja hasta que una tarde, tras un fortuito empujón
mío, se derramó la leche sobre la ropa y tuvo que ir a cambiarse a su
habitación. Aproveché el momento y salí corriendo hacia mí casa con la caja
bajo el jersey.
No volví a entrar nunca más, aunque el
vecino insistía en volver conmigo del colegio y que fuese a jugar a su casa,
siempre me inventaba alguna excusa y me metía en mi habitación hasta que
llegaba mamá del trabajo. Le extrañaba encontrarme allí todos los días pero
cuando le dije que cada vez nos ponían más deberes en el cole, pensó que tenía
un hijo muy bueno y responsable. Y en realidad lo era, porque me pasaba las
tardes practicando las letras de la cartilla.
Nunca se me olvidará el día que abrí la
caja por primera vez y vi aquellos cuadernos escritos a mano, sin dibujos, sin
señal alguna que me guiara sobre su contenido, sólo letras indescifrables.
Henry me había dicho que era lo más valioso que tenía pero allí no encontré
ningún hada dormida, ni trozos del meteorito que cayó una noche que miraba las
estrellas, ni las herraduras de oro sin desgastar del caballo alado sobre el
que cabalgaba aquel niño indio que salvó a su pueblo. Me sentía tan
decepcionado que ni siquiera me fije que en la caja estaba también el papel en
el que escribí por primera vez nuestros nombres. Henry había añadido una palabra delante de
cada nombre. Esas fueron las siguientes que aprendí: de HENRY para LUCAS
Al principio me sentí engañado, esperaba
un tesoro maravilloso, algo de mucho valor con lo que conseguir que mamá dejara
de trabajar y de preocuparse por mi futuro, tendría dinero para ir a la
universidad de mayor, como ella quería. Nada me salía bien, yo no era uno de
los protagonistas de las historias fantásticas de Henry, capaces de cualquier
hazaña sin hacerse un rasguño, que conquistaban territorios, cabalgaban sobre
caballos o dragones voladores y regresaban victoriosos junto a su familia.
Luego, recordé la promesa que le había hecho a Henry y me apliqué en aprender a
leer. Quizá las letras de los cuadernos me guiasen hacia el verdadero tesoro y
así fue.
Los
cuadernos de Henry, antes de convertirse en uno de los mejores libros de
relatos publicados por la editorial donde trabajo, hicieron crecer en mí la afición
a la lectura y la capacidad de estudio, y gracias a ellos conseguí ir a la
universidad con una beca y licenciarme en Lengua y Literatura. Al principio mis
pasos se dirigieron a la escritura pero pronto me di cuenta de que nunca
escribiría nada como la herencia que me había dejado Henry. Cuando investigué
sobre él descubrí que ni siquiera se llamaba Henry, no había sido corresponsal
de guerra y quizá nunca saliera del país, ni de la provincia. Era periodista y también
había publicado un libro juvenil con éxito, pero cuando murió su mujer decidió
aislarse de todo y se vino a vivir a la casa de al lado. Durante esos años se
mantuvo gracias a colaboraciones en los diarios locales, escribiendo artículos muy
diferentes a las historias de sus cuadernos. En ellas volcó toda su fantasía y
la guardó para mí bajo el peldaño de las escaleras.