Ismael
caminaba cabizbajo por el centro de la ciudad. Con pasos cortos y lentos se
dirigía al comercio de Roger, un prestamista que, de vez en cuando, le pedía
opinión profesional sobre los objetos de valor que le entregaban sus clientes. Aún
no entendía como al final accedió a acercarse otra vez. En cuanto entró por la
puerta, Roger le hizo una señal para que fuese con él a la trastienda.
–A
ver qué es eso tan extraordinario que me quieres enseñar.
–Estoy
casi seguro de que es muy valioso, pero como la mujer que lo trajo aceptó mi
primera oferta sin regatear…
–Ya,
claro, me has llamado para presumir, crees que has conseguido un tesoro a
cambio de nada.
Mientras
iba tras él, pensaba que ya daba igual el valor que tuviese. Como decía su
padre: “las joyas pierden toda su belleza y calidad artística en cuanto caen en
manos de un usurero”. El señor Weitzman era joyero artesano en Varsovia y su
único hijo, Ismael, había crecido admirando como trabajaba. Cuando salía del
colegio, en vez de quedarse a jugar, iba al taller a ver qué nueva obra estaba
creando. La más hermosa fue el colgante que hizo para su madre como regalo por
su undécimo aniversario de boda. Desde entonces Esther Weitzman no se lo había
quitado hasta el día en que los alemanes entraron en su casa y se los llevaron.
Ismael sólo tenía diez años pero recordaba muy bien todo lo que sucedió a
partir de ese momento.
Roger
le mostró un colgante circular de oro, con la estrella de David grabada en
relieve y en el centro una piedra granate.
– ¿De dónde lo has sacado?
–Ya
te lo he dicho, lo trajo una mujer. Me lo dejó en depósito, no lo quería vender
y me hizo prometer que se lo guardaría durante tres meses. Hoy acaba el plazo.
–No
puede ser…
Ismael
sostenía el colgante entre los dedos, mientras sus ojos expertos revisaban
todos los detalles. Tantas veces había soñado con él, que le parecía increíble
tenerlo ante sí. Pero no cabía duda, en la parte de atrás tenía la marca
Weitzman, la de su padre y la que él mismo hacía en todos sus diseños.
–
¿Qué no puede ser? Ya veo, te parece valiosa…
–Roger
me tienes que decir cómo se llama la mujer que te trajo este colgante, seguro
que tienes sus datos registrados.
–
¿Pero qué más te da quién sea?, si seguro que no aparece.
–No…Tiene
que aparecer…
–
¿Para qué? Si el colgante tiene mucho valor y ella no viene ya te daré una
comisión por tasarla, no te preocupes, ¿un dos por ciento está bien?
Todo
lo aprisa que le permitían sus piernas de setenta años y sin soltar la joya,
Ismael salió de la trastienda y después de chocar con un cliente al que atendía
el empleado de Roger se abalanzó a la calle gritando: “Cuando venga la mujer
hablamos”.
El
prestamista no podía creerse lo que estaba pasando, ¡Ismael Weitzman robándole!
Como si no hubiese visto una joya antes o no tuviera donde caerse muerto. Con
todo el dinero que había ganado desde que sus creaciones empezaron a apreciarse
entre ricos y famosos, y además para qué, si no tenía a quién dejárselo, que
Roger supiera, Ismael no tenía familia. “Judío loco” pensó al ver como éste se
alejaba en un taxi.
A
última hora de la tarde una mujer morena entró en la tienda.
–Le
traigo el dinero, quiero recuperar el colgante que empeñé hace tres meses.
Roger
no necesitaba comprobar el resguardo que le tendía para saber lo que venía a
buscar pero necesitaba tiempo para pensar. Lo miró y con gesto eficiente buscó
en todos los cajones, abriéndolos uno por uno con la llave que siempre llevaba
unida con una cadenita a la trabilla del pantalón.
–Parece
que la joya con esta referencia está guardada en la caja fuerte…
–Pues
ábrala. Hoy acaba el plazo y vengo a recuperar mi colgante. Tendrá que dármelo.
¿No?
–No
puedo señora, la caja tiene apertura retardada y la alarma conectada con la
policía.
–
¿Y qué? Usted es el dueño, puede abrirla cuando quiera.
–No,
lo siento. Para cuando se abriese ya serían más de las ocho, y a esa hora ni
siquiera yo la puedo abrir sin que suene la alarma.
–
¿Entonces cómo voy a recuperar mi colgante?
–No
se preocupe. Vuelva mañana, se lo tendré preparado.
Al
día siguiente, con los ánimos más calmados, Ismael llamó al prestamista para
disculparse por su comportamiento, pero sobre todo para saber si la propietaria
del colgante se había presentado a reclamarlo. Roger estaba enfadado y con
razón; primero un colega en quien confía le roba en sus propias narices y luego
la dueña de la joya aparece con el dinero del depósito, y él tiene que
inventarse un cuento para justificar que no puede devolvérsela.
—Así
que ya me oyes, te quiero ver aquí con el colgante a las cinco, que es cuando
la dueña piensa pasar a recogerlo. Si no vienes soy capaz de llamar a la
policía, aunque en vez de a la cárcel mejor que te llevasen a un manicomio.
—No
te preocupes no estoy loco, allí estaré.
Ismael
sabía que la amenaza de Roger era un farol, el prestamista no tenía muy buena
reputación. En otras ocasiones en que la policía había tenido que intervenir ya
observaron que su forma de actuar, sin ser ilegal, rozaba los límites. Además
era su palabra contra la de un prestigioso joyero, que sólo tendría que
enseñarles la marca Weitzman en el reverso del colgante para que éste quedase
como un idiota.
No
poseía fotos ni ningún objeto, todo estaba en su cabeza, aunque con el tiempo
algunos recuerdos se le estaban difuminando. El colgante los había avivado, así
que Ismael no pudo hacer otra cosa en toda la mañana que contemplarlo y
rememorar lo sucedido.
En
1943 vivía en Varsovia. Después del toque de queda, los alemanes empezaron a
entrar en las casas de todos los judíos. Los padres de Ismael no tenían a donde huir ni dónde esconderse: Se sentían
impotentes al mirar por la ventana como sacaban a sus vecinos a la calle,
arrastrándoles a empujones y apuntándoles con los fusiles. Antes de que echaran
abajo su puerta Esther se quitó el colgante y lo escondió en el reverso del
abrigo por un pequeño agujero que le hizo al forro y que después cosió, luego
los tres se besaron y se abrazaron. Habían oído tantas cosas que se esperaban
lo peor pero jamás se imaginaron lo que les iba a suceder. Ya en la calle les
separaron. Esther e Ismael en una fila, el señor Weitzman con los hombres en
otra. Ametrallaron a la mayoría allí mismo ante la mirada aterrada de sus
mujeres e hijos, a los que obligaron a subirse en camiones hasta abarrotarlos.
Al ver caer a su padre, Ismael estiró los brazos lanzando su cuerpo hacia él,
Esther tuvo que sujetarle para que no saltara del camión que ya estaba en
marcha. El sonido de los sollozos les acompañó durante el trayecto hasta la
estación de trenes y en el largo viaje hasta Auschwitz, todos de pie en un
vagón para el ganado, soportando temperaturas bajo cero. Cuando llegaron, sin
saber lo que les esperaba, su madre daba gracias a Dios por mantenerles aún con
vida, se dio cuenta pronto de que no merecía la pena. Les marcaron con un
número, les raparon el pelo y les obligaron a quitarse la ropa para
desinfectarles. Entonces Esther se escondió el colgante en la boca y luego en
el dobladillo del traje de preso que le dieron. Casi todos los niños eran
separados de sus madres pero a ellos dos les destinaron al mismo barracón, en
el Bloque 10 donde los médicos alemanes llevaban a cabo experimentos
científicos. Allí estuvieron bajo la supervisión de Hanna, una enfermera de
origen húngaro que sobrevivía colaborando con los alemanes. Al principio la
odiaban pero pronto Esther se dio cuenta de su doble juego y, sin saber porqué,
entre ellas surgió la amistad. El día que se llevaron a Esther, segura de que
no iba a volver, se abrazó a Hanna y la pasó a escondidas el colgante. Desde
ese momento la enfermera protegió a Ismael hasta que llegaron los aliados y les
liberaron.
Eran
más de las tres cuando volvió a la realidad. No había comido y estaba aún en
pijama. Tenía que darse prisa si quería estar en la tienda de Roger a las
cinco. El estómago solo le admitió un té, y la ducha, vestirse y arreglarse con
lo de siempre le llevó solo unos minutos, ya estaba mayor para pasar nervios
pensando en qué ponerse. Eran las cuatro cuando salió por la puerta, podía ir
dando un paseo.
Llegó
con tiempo de intentar tranquilizar al prestamista, aunque sin éxito porque
Ismael no quería devolver el colgante hasta que no llegase la dueña a
recogerlo.
–Si
no viene me lo quedo, ya te doy el dinero que prestaste a la mujer, bueno… el
doble si quieres…
–
¿Pero tú quién te has creído? Vienes aquí haciendo ofertas, como si no hubiera
pasado nada.
–Venga,
no te hagas el duro… Si no te interesa el colgante. Además, no es tan valioso
como crees.
–
¿Entonces, porqué te lo llevaste?
A
la vez que decía eso, la mujer entró en la tienda, tendría alrededor de treinta
años pero su indumentaria y el gesto triste de su rostro le hacían aparentar
alguno más. Roger movió la cabeza para señalar a Ismael que era la dueña del
colgante, éste presuroso se colocó a su lado y le mostró la joya. La mujer
estaba confundida, no sabía a quién dirigirse.
–No
se preocupe señora, dele el dinero a Roger que yo le devuelvo el colgante, solo
le pido una cosa: cuénteme cómo ha llegado a sus manos.
–Me
lo dio mi madre y a ella la suya. Es un recuerdo familiar, nunca me desharía de
él, pero hace tres meses atravesé un mal momento, necesitaba el dinero, este
colgante me salvó la vida.
–No
es la primera que salva… Me llamo Ismael Weitzman –se presentó y le tendió la mano–
–Hanna
Perl, mucho gusto…–Le devolvió el gesto–
Ya
le había dado el dinero al prestamista y llevaba el colgante en el bolso.
Estaba dispuesta a irse cuando Ismael le dijo:
–
¡Hanna!… te llamas igual que tu abuela…
Perpleja,
miró a Ismael y le preguntó:
–
¿Cómo sabe usted eso?
–
No me trates de usted, somos casi familia. Es una larga historia, me gustaría
mucho contártela y que tú me cuentes lo que sabes. Podemos tomar un café.
¿Tienes tiempo?
Hanna
lo tenía. Hacía tres meses que había llegado a la ciudad en busca de trabajo,
después de que su marido la abandonase. No conocía a casi nadie pero, sin saber
porqué, aquel hombre le inspiraba confianza. Se agarró de su brazo y salieron
de la tienda de Roger sin despedirse, charlando como si se conocieran de toda
la vida.