Pronto sería tiempo de siega
en la tierra del trigo. El sol bañaba de calidez las espigas maduras, mientras
el aire de la tarde las hacía mecerse y formar olas. Aquella llanura perfecta,
tan solo rota por el curso del río, parecía un mar amarillo. En él flotaba una
pequeña isla, un pueblo formado por apenas cincuenta casas alrededor de una
iglesia, que había nacido bajo la protección de un legendario señor feudal y a
la sombra de su castillo.
Tras los muros de adobe de
una de las casas, Casilda barría afanosa el suelo de las dos habitaciones del
piso de arriba que, esa misma mañana, le habían ayudado a vaciar su padre y su
cuñado. No eran muchos los muebles que habían tenido que sacar, dos camas
grandes, una de hierro en la que durmieron doce años ella y su difunto marido,
y otra para los hijos mayores, también bajaron las cunas de los dos pequeños y
los baúles donde guardaba la ropa. Todo lo demás era del dueño de la casa,
Fabricio el boticario, que vivía en otra más grande que se había mandado
construir en el centro del pueblo, con un cuartito al lado de la entrada para
despachar las boticas.
Mientras
bajaba, pasó la escoba a las escaleras arrastrando la suciedad a su paso hasta
el piso de abajo. Se quedó quieta y sus ojos húmedos se quedaron fijos un
momento, reviviendo todos los recuerdos, pero enseguida reaccionó. Ya se había
ocupado antes de dejar la cocina y la cuadra bien limpias, así que en apenas
cuatro pasos, llegó a la puerta, siempre había que tirar de ella con fuerza para
abrirla. Barrió la porquería hasta la calle y volvió dentro a dejar la escoba
por si acaso le pudiera servir al próximo inquilino.
Desde
la penumbra de la cocina se dirigió a la luz roja del atardecer que entraba por
la puerta entreabierta de la casa. Al cerrarla le pareció liviana, a pesar del
cansancio acumulado por los preparativos de los últimos días, cuando tiró de
ella, no ofreció la misma resistencia al rozar la madera en el suelo, si
Casilda creyera en fantasmas le habría parecido que alguien empujaba desde
dentro ayudándola. Pero no tenía tiempo para pensamientos absurdos, había sido
un día agotador, necesitaba descansar,
mañana tenía que levantarse temprano para poder coger el autobús de las
siete y media.
Cerró la casa y llevó la llave al boticario.
Él sabía, como todo el pueblo, que Casilda se marchaba a la capital para ver si
encontraba trabajo con el que poder sacar adelante a sus seis hijos. La deseó
que todo le fuera bien como todos los vecinos que se fue encontrando mientras
se acercaba a casa de sus padres, donde pasaría la última noche antes de
emprender el viaje.
Los gallos no cantaron sólo al amanecer, Casilda les oyó toda la noche
acompañando a las campanadas de las horas en el reloj de la iglesia. La ansiada
luz del día no la sorprendió dormida, eran pocas las cosas que le quedaban por
hacer pero no podía estarse quieta en la cama. Revisó la maleta, lo tenía todo;
los dos vestidos negros, la chaqueta de punto, las medias y el abrigo, sin
embargo estaba segura de que le faltaba algo y siguió dándole vueltas mientras
besaba con cuidado para no despertarlos, a sus dos hijos pequeños, que habían
dormido con ella y que se quedaban al cuidado de la abuela. Los cuatro mayores
estaban repartidos al cargo de otros familiares.
El cielo raso observaba los pasos cortos de Casilda cargada con la
maleta hasta la parada del autobús. Iba a ser un día caluroso para hacer un
viaje largo, el primero que hacía ella sola. Sentada junto a la ventanilla
siguió al paisaje con la vista hasta que se durmió aburrida, era un sueño
ligero lleno de imágenes que se movían en su interior al igual que pasaban tras
el cristal, desdibujados por el polvo, los campos y pueblos que el autobús iba
dejando atrás.
Las nubes habían borrado el azul
y una suave lluvia empezó a dejar, por fuera de las ventanillas, pequeñas
gotas que resbalaban poco a poco hasta desaparecer. El olor al humo de las
fábricas, atrapado entre las casas altas de la ciudad, se coló en el interior del
autobús un rato antes de llegar a la
estación. Casilda bajó despacio a la vez que, desde la escalerilla, buscaba
inquieta a su alrededor. Esperó a que el conductor sacara todo el equipaje para
poder recoger su maleta, que mantenía sin perder de vista y que agarró decidida
al oír que alguien la llamaba al otro lado de la estación, era su hermana, la
única persona que conocía en la ciudad. No le importó el peso ni correr entre
la multitud, en un instante las dos estaban abrazadas. Juntas conseguirían superar las adversidades de la nueva vida que emprendían.