lunes, 15 de abril de 2013
sábado, 6 de abril de 2013
LA ESTACIÓN DE METRO
Al marchar el metro y quedarse la
estación vacía, el guarda de seguridad observó a una joven que, de pie y con la
espalda apoyada a la pared, permanecía inmóvil y sin mostrar intención alguna
de montarse en el próximo tren. Roberto decidió salir de la cabina, bajar y
acercarse a la chica despacio, como si estuviera haciendo una revisión
rutinaria.
A poca distancia de la puerta de la casa,
la sombra de un sauce acogía a una mujer de pelo blanco que leía cuentos. Su
voz era suave y alegre y movía las manos sin parar. Martina sonreía sentada
sobre su regazo.
Mientras se acercaba Roberto hizo que echaba
un vistazo a las papeleras con las que se fue cruzando y que se agachaba a
mirar bajo los asientos del andén. Martina no se movió. Sólo cuando el guarda
se encontraba a su lado levantó la cabeza.
— ¿Señorita,
le sucede algo? ¿Se encuentra mal?
El olor a dulce de leche enfriándose,
viajaba desde el alfeizar de la ventana hasta el columpio del árbol donde se
mecía Martina. Era un aroma inconfundible, que hacía que entrara corriendo a la
cocina para rebañar la cazuela que siempre le reservaba la abuela.
Percibió su rostro lleno de lágrimas, el
temblor de sus manos y que en el puño mantenía aferrado un teléfono móvil.
Roberto insistió:
— ¿Puedo hacer algo por usted? Si no se
encuentra bien, quizá sería mejor que saliera a tomar el aire. Mi turno acaba
ahora, si quiere la acompaño afuera.
Camino a la iglesia, en la fuente, las
piedras desgastadas del suelo ofrecían poca seguridad al apoyar los pies para
beber del chorro. La abuela le tenía prohibido acercarse allí porque siempre
llegaba a casa con la ropa y los zapatos empapados. Ninguna de sus regañinas le
impidió jugar con el agua cientos de veces. No tenía miedo, sabía que la abuela
tenía que hacer verdaderos esfuerzos para ponerse seria. A veces se le escapaba
la risa cuando la perseguía por toda la casa amenazándola con la zapatilla.
Sin perder de vista a la chica, Roberto
entró un momento a la cabina a recoger su chaqueta y cerró. Luego, en silencio,
ascendieron por las escaleras mecánicas hasta la calle. Los rascacielos del
centro de Madrid aún dejaban ver el sol.
— ¿Hacia donde vamos?, ¿vives por aquí?
–Preguntó y siguió hablando sin esperar respuesta– Bueno, tú me diriges, yo te
sigo. Te acompaño hasta donde vayas, y que sepas que no voy a dejarte hasta
asegurarme de que te encuentras bien. Me puedes llamar pesado pero mi nombre es
Roberto, ¿y el tuyo?
Martina susurró su nombre y rompió a
llorar. Deambularon en silencio un tiempo. Luego, poco antes de que llegaran a
la pensión donde vivía, ya más tranquila, comenzó a hablar.
—Te agradezco muchísimo lo que estás
haciendo por mí. Sin conocerme de nada te has brindado a ayudarme.
Después de doce horas de avión desde Madrid, tres de
autobús desde Buenos Aires, y más de treinta minutos caminando con las maletas
a rastras, ya pueden ver la vieja casa. Mientras llegan, Martina va enseñando a
Rober todos aquellos lugares de los que tanto le ha hablado. No habrá conocido a
la abuela pero sí el mundo que la rodeaba. Ella la añorará siempre aunque haya
conseguido arrinconar la tristeza. Ocho meses después de su muerte vuelve a la
tierra que tanto ama, a aquella casa de su niñez que ahora le pertenece, y además
Rober la acompaña. Juntos recorren el camino hasta llegar al sauce. Se lo prometió el día en que se conocieron y
aquí están, en la mejor estación de metro donde quedarse.
LA CENA
Emilia camina nerviosa de un lado a
otro del comedor, pronto llegarán los invitados que espera siempre la noche de
Navidad, y este año serán dos más.
La verja oxidada que rodea la mansión
lleva entreabierta los últimos cincuenta años. Los yerbajos del jardín han ido
invadiendo el camino hasta los escalones de la puerta principal. Bajo los pies,
la madera del comedor cruje agrietada y sin su antiguo brillo. De las ventanas
del primer piso se han llevado los cristales de colores, y a las de arriba, los
chiquillos les han alcanzado jugando a lanzar piedras. Cuando sopla el aire las
corrientes recorren toda la casa moviendo las cortinas polvorientas que aún
cuelgan en el interior.
Ha preparado la mesa cuidando
que no falten el centro con flores de Pascua ni las velas perfumadas en los candelabros de
plata, herencia de la abuela Matilde, quien por Navidad seguía contándoles
historias de misterio, las mismas que de niña, después de escucharlas no
habían dejado dormir a Emilia. Colocó
los cubiertos ordenados como le enseñó en las clases de buenas maneras su
tutora, empeñada en hacer de ella una verdadera señorita. También ha puesto la
vajilla de porcelana con ribete dorado regalo de bodas de Margarita, su suegra,
quien como siempre intentaría organizar todo a su gusto, acaparando con sus
comentarios la atención de los invitados para desprestigiar a la anfitriona y
volver a alardear de lo valiosos que fueron esos magníficos platos en su día.
Cuando puso el mantel de lino
recordó a su madre sentada en el sillón mientras lo bordaba y sus grandes ojos
azules atentos a los pasos de la aguja entre la fina tela para no equivocarse
en las puntadas. Sin duda hoy las reconocería nada mas verlas, como un artista
a su obra.
En la cocina todo está listo,
se conforman con poco. Además, hace unas horas que ha venido Mario para
ayudarla. Lo hace cada año desde que un accidente mortal truncó su carrera como
jefe de cocina en casa del marqués de Telmar. Nadie le conoce por su nombre
porqué, la primera vez que vino, se presentó a todos como “el amigo cocinero”,
y con ese apodo se quedó. Junto a él se sentará uno de los nuevos, Julio el
hermano de Emilia, al que ella había dejado esta casa. Soltero y de carácter
despreocupado, no tardó en irse a la capital en busca de aventuras, olvidando
la herencia de su hermana y gastando el dinero en apuestas, mujeres y bebida,
tantos excesos al final han terminado con él.
El otro nuevo invitado es
Carlos, el primer pretendiente de Emilia. Le ha reservado un asiento junto a
ella, quiere estar muy cerca de él. Ha pasado mucho tiempo pero le sigue
queriendo y hoy, por fin vendrá, y pasarán esta noche juntos, con total
libertad, sin tener que burlar como en su juventud, la vigilancia de los padres
de Emilia. Se conocieron en las clases de música y se enamoraron, pero en casa no consideraron a Carlos un buen partido para
ella. Tuvieron que dejar de verse, él se alejó y no ha vuelto a saber más hasta
que al pobrecito le ha fallado el corazón. A ella la obligaron a casarse con
Damián, un viudo rico que, en vez de darle hijos, la dejó estéril por culpa de
una enfermedad venérea. Durante dos años el mal la fue marchitando hasta que se
apagó una noche de Navidad, hoy hace cincuenta años.
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