Al marchar el metro y quedarse la
estación vacía, el guarda de seguridad observó a una joven que, de pie y con la
espalda apoyada a la pared, permanecía inmóvil y sin mostrar intención alguna
de montarse en el próximo tren. Roberto decidió salir de la cabina, bajar y
acercarse a la chica despacio, como si estuviera haciendo una revisión
rutinaria.
A poca distancia de la puerta de la casa,
la sombra de un sauce acogía a una mujer de pelo blanco que leía cuentos. Su
voz era suave y alegre y movía las manos sin parar. Martina sonreía sentada
sobre su regazo.
Mientras se acercaba Roberto hizo que echaba
un vistazo a las papeleras con las que se fue cruzando y que se agachaba a
mirar bajo los asientos del andén. Martina no se movió. Sólo cuando el guarda
se encontraba a su lado levantó la cabeza.
— ¿Señorita,
le sucede algo? ¿Se encuentra mal?
El olor a dulce de leche enfriándose,
viajaba desde el alfeizar de la ventana hasta el columpio del árbol donde se
mecía Martina. Era un aroma inconfundible, que hacía que entrara corriendo a la
cocina para rebañar la cazuela que siempre le reservaba la abuela.
Percibió su rostro lleno de lágrimas, el
temblor de sus manos y que en el puño mantenía aferrado un teléfono móvil.
Roberto insistió:
— ¿Puedo hacer algo por usted? Si no se
encuentra bien, quizá sería mejor que saliera a tomar el aire. Mi turno acaba
ahora, si quiere la acompaño afuera.
Camino a la iglesia, en la fuente, las
piedras desgastadas del suelo ofrecían poca seguridad al apoyar los pies para
beber del chorro. La abuela le tenía prohibido acercarse allí porque siempre
llegaba a casa con la ropa y los zapatos empapados. Ninguna de sus regañinas le
impidió jugar con el agua cientos de veces. No tenía miedo, sabía que la abuela
tenía que hacer verdaderos esfuerzos para ponerse seria. A veces se le escapaba
la risa cuando la perseguía por toda la casa amenazándola con la zapatilla.
Sin perder de vista a la chica, Roberto
entró un momento a la cabina a recoger su chaqueta y cerró. Luego, en silencio,
ascendieron por las escaleras mecánicas hasta la calle. Los rascacielos del
centro de Madrid aún dejaban ver el sol.
— ¿Hacia donde vamos?, ¿vives por aquí?
–Preguntó y siguió hablando sin esperar respuesta– Bueno, tú me diriges, yo te
sigo. Te acompaño hasta donde vayas, y que sepas que no voy a dejarte hasta
asegurarme de que te encuentras bien. Me puedes llamar pesado pero mi nombre es
Roberto, ¿y el tuyo?
Martina susurró su nombre y rompió a
llorar. Deambularon en silencio un tiempo. Luego, poco antes de que llegaran a
la pensión donde vivía, ya más tranquila, comenzó a hablar.
—Te agradezco muchísimo lo que estás
haciendo por mí. Sin conocerme de nada te has brindado a ayudarme.
Después de doce horas de avión desde Madrid, tres de
autobús desde Buenos Aires, y más de treinta minutos caminando con las maletas
a rastras, ya pueden ver la vieja casa. Mientras llegan, Martina va enseñando a
Rober todos aquellos lugares de los que tanto le ha hablado. No habrá conocido a
la abuela pero sí el mundo que la rodeaba. Ella la añorará siempre aunque haya
conseguido arrinconar la tristeza. Ocho meses después de su muerte vuelve a la
tierra que tanto ama, a aquella casa de su niñez que ahora le pertenece, y además
Rober la acompaña. Juntos recorren el camino hasta llegar al sauce. Se lo prometió el día en que se conocieron y
aquí están, en la mejor estación de metro donde quedarse.