sábado, 6 de abril de 2013

LA ESTACIÓN DE METRO



         Al marchar el metro y quedarse la estación vacía, el guarda de seguridad observó a una joven que, de pie y con la espalda apoyada a la pared, permanecía inmóvil y sin mostrar intención alguna de montarse en el próximo tren. Roberto decidió salir de la cabina, bajar y acercarse a la chica despacio, como si estuviera haciendo una revisión rutinaria.

         A poca distancia de la puerta de la casa, la sombra de un sauce acogía a una mujer de pelo blanco que leía cuentos. Su voz era suave y alegre y movía las manos sin parar. Martina sonreía sentada sobre su regazo.

          Mientras se acercaba Roberto hizo que echaba un vistazo a las papeleras con las que se fue cruzando y que se agachaba a mirar bajo los asientos del andén. Martina no se movió. Sólo cuando el guarda se encontraba a su lado levantó la cabeza.
   ¿Señorita, le sucede algo? ¿Se encuentra mal?

         El olor a dulce de leche enfriándose, viajaba desde el alfeizar de la ventana hasta el columpio del árbol donde se mecía Martina. Era un aroma inconfundible, que hacía que entrara corriendo a la cocina para rebañar la cazuela que siempre le reservaba la abuela.

         Percibió su rostro lleno de lágrimas, el temblor de sus manos y que en el puño mantenía aferrado un teléfono móvil. Roberto insistió:
         — ¿Puedo hacer algo por usted? Si no se encuentra bien, quizá sería mejor que saliera a tomar el aire. Mi turno acaba ahora, si quiere la acompaño afuera.  

         Camino a la iglesia, en la fuente, las piedras desgastadas del suelo ofrecían poca seguridad al apoyar los pies para beber del chorro. La abuela le tenía prohibido acercarse allí porque siempre llegaba a casa con la ropa y los zapatos empapados. Ninguna de sus regañinas le impidió jugar con el agua cientos de veces. No tenía miedo, sabía que la abuela tenía que hacer verdaderos esfuerzos para ponerse seria. A veces se le escapaba la risa cuando la perseguía por toda la casa amenazándola con la zapatilla.

         Sin perder de vista a la chica, Roberto entró un momento a la cabina a recoger su chaqueta y cerró. Luego, en silencio, ascendieron por las escaleras mecánicas hasta la calle. Los rascacielos del centro de Madrid aún dejaban ver el sol.
         — ¿Hacia donde vamos?, ¿vives por aquí? –Preguntó y siguió hablando sin esperar respuesta– Bueno, tú me diriges, yo te sigo. Te acompaño hasta donde vayas, y que sepas que no voy a dejarte hasta asegurarme de que te encuentras bien. Me puedes llamar pesado pero mi nombre es Roberto, ¿y el tuyo?
         Martina susurró su nombre y rompió a llorar. Deambularon en silencio un tiempo. Luego, poco antes de que llegaran a la pensión donde vivía, ya más tranquila, comenzó a hablar.
         —Te agradezco muchísimo lo que estás haciendo por mí. Sin conocerme de nada te has brindado a ayudarme.
        
         Después de doce horas de avión desde Madrid, tres de autobús desde Buenos Aires, y más de treinta minutos caminando con las maletas a rastras, ya pueden ver la vieja casa. Mientras llegan, Martina va enseñando a Rober todos aquellos lugares de los que tanto le ha hablado. No habrá conocido a la abuela pero sí el mundo que la rodeaba. Ella la añorará siempre aunque haya conseguido arrinconar la tristeza. Ocho meses después de su muerte vuelve a la tierra que tanto ama, a aquella casa de su niñez que ahora le pertenece, y además Rober la acompaña. Juntos recorren el camino hasta llegar al sauce. Se lo prometió el día en que se conocieron y aquí están, en la mejor estación de metro donde quedarse.