lunes, 22 de diciembre de 2014
Gracias amigo
Fuiste a su encuentro resuelto y juguetón,
precedido por tu hocico húmedo, dispuesto a reconocer a aquella figura
desmadejada que se encontraba a tu altura, como puesta a propósito, a los pies
de un árbol del paseo de la playa. Dejaste todo: la pelota perdida en la arena,
el palo que te había tirado incontables veces y que siempre me traías de vuelta,
y a mí tensando la correa tras tu ímpetu investigador. El resto de los
componentes del paisaje dejaron de tener importancia al descubrir aquel ser
desconocido que permanecía inmóvil sobre las baldosas de la acera.
Corriste hasta acercarte sin
importarte lo que quedaba atrás, no se sabe si con el afán de descubrir qué era
o de defender tu territorio, o quizá pensaste que necesitaba un empujón para
incorporarse, por eso te aproximaste a ella con curiosidad, tratando de no
asustarla, sin ladrar, solo movías la cola mientras olisqueabas.
El sol grande y rojo se difuminaba
en el límite lejano de la bruma multicolor, lo viste reflejado en los ojos de aquella
nueva amiga que te recibió con caricias. Te miró y en su rostro había alegría,
te dijo algo cariñoso con su voz dulce y me hizo un gesto para que supiera que
no le importaba que te hubieses acercado. Con nuestra ayuda se había levantado
del suelo, recuperada del tropezón, el brillo de sus ojos ya no estaba a la
altura de los tuyos pero te hizo entender que eras bienvenido, que comprendía
tu pequeña indiscreción al olfatearla, habías descubierto algo nuevo y te
guiaba el instinto. Y tú supiste que aunque nunca más volvieses a encontrarte
con esa mujer su amistoso olor perduraría en tu memoria para siempre. A partir
de entonces salir a pasear a la playa tuvo mayor aliciente, quizá ya imaginásemos
que ese instante nos iba a cambiar la vida y que cumpliríamos quince
años juntos, ella, tú y yo.
domingo, 14 de diciembre de 2014
Con el corazón en un puño
Manuel había vivido muchos
más años de los que nadie podía haberse imaginado, aunque sólo tenía quince cuando
entraron los nacionales en Bilbao y le dispararon por acercarse con el puño
en alto a la marcha victoriosa de las tropas franquistas.
Vino al mundo en casa, todo parecía normal, cuando su madre se
puso de parto, su padre corrió a buscar a la comadrona. Ya era el quinto hijo
que paría Angelita y no le costó mucho que saliera, era otro chico, y no muy grande,
pero enseguida empezó a llorar, y no dejó de hacerlo mientras la comadrona,
nerviosa, anudaba el cordón, lavaba al niño y lo envolvía en las mantillas.
Nada más ponérselo a la madre en los brazos se fue en busca del médico con la
seguridad de que cuando llegase ya sería tarde. El marido y los niños entraron
a conocer al nuevo hermano, por cómo lloraba parecía fuerte, justo se calló en
ese instante, cuando Angelita, aun temblando, consiguió que le
cogiera el pecho. Luego, haciendo frente a la profunda tristeza, e intentando
que los niños no lo vieran, le mostró a su marido el brazo izquierdo de Manuel,
estaba más desarrollado que el otro y bajo su piel blanca se transparentaban
las arterias que lo surcaban, palpitantes, dirigiendo la sangre hacia el
pequeño bulto rojo que tenía adherido a la palma de la mano. Era como una bola
fibrosa envuelta por el puño entreabierto que se movía rítmicamente. Sin duda era el corazón, se lo habían visto a
los animales que criaban para comer, el de Manuel era poco más grande que el
de un pollo.
El médico dijo que
no viviría mucho, lo más probable era que sufriese un paro cardiaco en pocos
días. La madre no podía dejar de mirar como latía la vida en la mano de su niño,
sufriendo por encontrárselo, en cualquier momento, apagado y frio en la cuna.
Lo crió con mucho esfuerzo, sin dejarle solo un segundo, mientras atendía la
casa y a sus otros hijos. Manuel comía y dormía bien, y creció salvando a cada
instante su desprotegido corazón y superando milagrosamente todas las enfermedades que se
padecen en la niñez.
Su caso fue
estudiado como un fenómeno extraordinario, cada poco tiempo venían al hospital
de Basurto especialistas de otros lugares y le hacían pruebas, todos se
sorprendían de que saliera adelante.
En casa le ayudaron mucho, el padre, que era un hombre
práctico, al principio le hizo un rudimentario guante de piel de vaca para
proteger su corazoncito y lo fue
mejorando y reforzando según el niño crecía.
Manuel aprendió a hacer todas las tareas con una sola
mano, hasta para ordeñar tenía su propio sistema. Ayudaba en el caserío igual o
más que sus hermanos porque, como se le daban bien las letras y los números,
pasaba menos tiempo haciendo los deberes. También le gustaba montar a caballo por
el monte, sin alejarse del caserío para que sus padres no le chillaran: “Un día
te va a pasar algo, tienes que tener cuidado” Siempre le decían con miedo y
tenían más según se iba haciendo mayor porque sabían que su corazón no podía
crecer normalmente apretado en el puño. Ya se llevó un susto un día que subían
a la ladera del monte a recoger las ovejas, sus hermanos echaron a correr
desafiándose a ver quién llegaba primero, a él no le dijeron nada pero intentó
seguirles hasta que se sintió mal y se tuvo que sentar un rato a
descansar, se dio cuenta que se recuperaba más fácil si levantaba el puño por
encima de su cabeza y a partir de entonces lo llevó siempre así.
Años después, cuando empezó la guerra, y su padre y
hermanos se fueron al frente, Angelita empezó a controlarlo aún más, no se
separaba de él, era lo único que le quedaba. Entre los dos hacían frente a los
quehaceres del caserío, aunque ya casi no tenían animales ni cultivos que
cuidar, necesitaban lo poco que les quedaba para no pasar hambre y conseguir
algo de dinero para mandar ayuda a los que estaban luchando.
La mañana del 17 de junio, Angelita se quedó en el
caserío porque le habían pasado un mensaje de su marido diciendo que su
destacamento estaba cerca y que quizá podía pasarse a verlos. Mandó al chico al
mercado con las hortalizas y lo apremió para que se viniese en cuanto las
vendiera. Manuel fue obediente y se volvía al caserío cuando el ejército de
Franco desfilaba victorioso por el centro de Bilbao. Llevaban grupos de
prisioneros, algunos caminando maniatados y otros en remolques, y Manuel se
acercó a mirar si entre ellos se encontraban su padre o alguno de sus hermanos.
No le dio tiempo a nada. Antes de que pudiera ver algo le echaron el alto y sin
atender a más le dispararon hasta abatirlo. Los primeros tiros fueron al pecho
pero como no caía apuntaron a su mano izquierda para que explotara el artefacto
que llevaba antes de que pudiera lanzarlo.
domingo, 7 de diciembre de 2014
El deseo de ser piel roja
Si uno pudiera ser un piel roja
siempre alerta, cabalgando sobre un caballo veloz, a través del viento,
constantemente sacudido sobre la tierra estremecida, hasta arrojar las
espuelas porque no hacen falta espuelas, hasta arrojar las riendas
porque no hacen falta riendas, y apenas viera ante sí que el campo era
una pradera rasa, habrían desaparecido las crines y la cabeza del
caballo.
Franz Kafka
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