Fuiste a su encuentro resuelto y juguetón,
precedido por tu hocico húmedo, dispuesto a reconocer a aquella figura
desmadejada que se encontraba a tu altura, como puesta a propósito, a los pies
de un árbol del paseo de la playa. Dejaste todo: la pelota perdida en la arena,
el palo que te había tirado incontables veces y que siempre me traías de vuelta,
y a mí tensando la correa tras tu ímpetu investigador. El resto de los
componentes del paisaje dejaron de tener importancia al descubrir aquel ser
desconocido que permanecía inmóvil sobre las baldosas de la acera.
Corriste hasta acercarte sin
importarte lo que quedaba atrás, no se sabe si con el afán de descubrir qué era
o de defender tu territorio, o quizá pensaste que necesitaba un empujón para
incorporarse, por eso te aproximaste a ella con curiosidad, tratando de no
asustarla, sin ladrar, solo movías la cola mientras olisqueabas.
El sol grande y rojo se difuminaba
en el límite lejano de la bruma multicolor, lo viste reflejado en los ojos de aquella
nueva amiga que te recibió con caricias. Te miró y en su rostro había alegría,
te dijo algo cariñoso con su voz dulce y me hizo un gesto para que supiera que
no le importaba que te hubieses acercado. Con nuestra ayuda se había levantado
del suelo, recuperada del tropezón, el brillo de sus ojos ya no estaba a la
altura de los tuyos pero te hizo entender que eras bienvenido, que comprendía
tu pequeña indiscreción al olfatearla, habías descubierto algo nuevo y te
guiaba el instinto. Y tú supiste que aunque nunca más volvieses a encontrarte
con esa mujer su amistoso olor perduraría en tu memoria para siempre. A partir
de entonces salir a pasear a la playa tuvo mayor aliciente, quizá ya imaginásemos
que ese instante nos iba a cambiar la vida y que cumpliríamos quince
años juntos, ella, tú y yo.