domingo, 14 de diciembre de 2014

Con el corazón en un puño



Manuel había vivido muchos más años de los que nadie podía haberse imaginado, aunque sólo tenía quince cuando entraron los nacionales en Bilbao y le dispararon por acercarse con el puño en alto a la marcha victoriosa de las tropas franquistas.
     Vino al mundo en casa, todo parecía normal, cuando su madre se puso de parto, su padre corrió a buscar a la comadrona. Ya era el quinto hijo que paría Angelita y no le costó mucho que saliera, era otro chico, y no muy grande, pero enseguida empezó a llorar, y no dejó de hacerlo mientras la comadrona, nerviosa, anudaba el cordón, lavaba al niño y lo envolvía en las mantillas. Nada más ponérselo a la madre en los brazos se fue en busca del médico con la seguridad de que cuando llegase ya sería tarde. El marido y los niños entraron a conocer al nuevo hermano, por cómo lloraba parecía fuerte, justo se calló en ese instante, cuando Angelita, aun temblando, consiguió que le cogiera el pecho. Luego, haciendo frente a la profunda tristeza, e intentando que los niños no lo vieran, le mostró a su marido el brazo izquierdo de Manuel, estaba más desarrollado que el otro y bajo su piel blanca se transparentaban las arterias que lo surcaban, palpitantes, dirigiendo la sangre hacia el pequeño bulto rojo que tenía adherido a la palma de la mano. Era como una bola fibrosa envuelta por el puño entreabierto que se movía rítmicamente.  Sin duda era el corazón, se lo habían visto a los animales que criaban para comer, el de Manuel era poco más grande que el de un pollo.
 El médico dijo que no viviría mucho, lo más probable era que sufriese un paro cardiaco en pocos días. La madre no podía dejar de mirar como latía la vida en la mano de su niño, sufriendo por encontrárselo, en cualquier momento, apagado y frio en la cuna. Lo crió con mucho esfuerzo, sin dejarle solo un segundo, mientras atendía la casa y a sus otros hijos. Manuel comía y dormía bien, y creció salvando a cada instante su desprotegido corazón y superando milagrosamente todas las enfermedades que se padecen en la niñez.
 Su caso fue estudiado como un fenómeno extraordinario, cada poco tiempo venían al hospital de Basurto especialistas de otros lugares y le hacían pruebas, todos se sorprendían de que saliera adelante.
En casa le ayudaron mucho, el padre, que era un hombre práctico, al principio le hizo un rudimentario guante de piel de vaca para proteger su corazoncito y lo fue mejorando y reforzando según el niño crecía.
Manuel aprendió a hacer todas las tareas con una sola mano, hasta para ordeñar tenía su propio sistema. Ayudaba en el caserío igual o más que sus hermanos porque, como se le daban bien las letras y los números, pasaba menos tiempo haciendo los deberes. También le gustaba montar a caballo por el monte, sin alejarse del caserío para que sus padres no le chillaran: “Un día te va a pasar algo, tienes que tener cuidado” Siempre le decían con miedo y tenían más según se iba haciendo mayor porque sabían que su corazón no podía crecer normalmente apretado en el puño. Ya se llevó un susto un día que subían a la ladera del monte a recoger las ovejas, sus hermanos echaron a correr desafiándose a ver quién llegaba primero, a él no le dijeron nada pero intentó seguirles hasta que se sintió mal y se tuvo que sentar un rato a descansar, se dio cuenta que se recuperaba más fácil si levantaba el puño por encima de su cabeza y a partir de entonces lo llevó siempre así.
Años después, cuando empezó la guerra, y su padre y hermanos se fueron al frente, Angelita empezó a controlarlo aún más, no se separaba de él, era lo único que le quedaba. Entre los dos hacían frente a los quehaceres del caserío, aunque ya casi no tenían animales ni cultivos que cuidar, necesitaban lo poco que les quedaba para no pasar hambre y conseguir algo de dinero para mandar ayuda a los que estaban luchando.
La mañana del 17 de junio, Angelita se quedó en el caserío porque le habían pasado un mensaje de su marido diciendo que su destacamento estaba cerca y que quizá podía pasarse a verlos. Mandó al chico al mercado con las hortalizas y lo apremió para que se viniese en cuanto las vendiera. Manuel fue obediente y se volvía al caserío cuando el ejército de Franco desfilaba victorioso por el centro de Bilbao. Llevaban grupos de prisioneros, algunos caminando maniatados y otros en remolques, y Manuel se acercó a mirar si entre ellos se encontraban su padre o alguno de sus hermanos. No le dio tiempo a nada. Antes de que pudiera ver algo le echaron el alto y sin atender a más le dispararon hasta abatirlo. Los primeros tiros fueron al pecho pero como no caía apuntaron a su mano izquierda para que explotara el artefacto que llevaba antes de que pudiera lanzarlo.