Subiendo lentamente por el camino
empedrado se acercaba la desgana. Sin querer, empujada por la fuerza del aire,
poco a poco fue aproximándose a la luz. Al llegar a ella miro sin mucho interés
y vio que era la lumbre. Debía haberse imaginado
que se trataba de esa arrogante, siempre haciéndose ver desde lejos,
atrayendo a todos con los contoneos de sus llamas, con su danza incansable,
animada por sus amigos el viento, la leña y los ojos maravillados del viajero,
su admirador con frío.
La desgana no sintió deseos de acercarse a la lumbre como todos
hacían, quería dar media vuelta y bajar la colina, pero estaba cansada y siguió dejándose
llevar. El viento presuroso la arrastró, y de repente se sorprendió a sí misma
saltando por entre las llamas de la lumbre. Era la primera vez que sentía su
calor. La experiencia al principio ni le gustó ni le disgustó, le resultó
indiferente. Después, cuando el viento la empujó, una y otra vez,
obligándola a un ir y venir agotador
sobre el fuego, su tedio fue desapareciendo, su inapetencia se fue deshaciendo
con el calor de las llamas.
La lumbre y la desgana se abrazaron infinitas veces durante toda la
noche, mecidas por el amigo viento. La desgana olvidó sus deseos de
marcharse y se abandonó allí, al capricho de los elementos.
Mientras el viajero dormía, el tiempo, uno de los grandes enemigos de
la lumbre, pasó rápidamente por donde estaban las dos amantes y las sorprendió
con el amanecer. Al llegar el día, la lumbre había perdido todo su esplendor,
de ella apenas quedaban unos rescoldos que ya no calentaban. La claridad de los
primeros rayos de sol le había robado su belleza.
La luz despertó al hombre aterido y al abrir los ojos pudo
contemplar cómo la desgana descansaba, dormida, sobre los restos incandescentes de la lumbre.