Ruido interior
Lo escuchaba por el día y por la noche sin poder dormir y acabó huyendo. Desde entonces no ha conseguido despertar.
miércoles, 21 de octubre de 2015
miércoles, 24 de junio de 2015
viernes, 29 de mayo de 2015
El viejo Henry
Hacía poco que Henry había muerto cuando
por el agujero de la valla vi llegar a su casa un camión de mudanza. Por
segunda vez me equivoqué al creer que las cosas seguirían igual, para siempre.
Cada tarde miraba antes de ir a jugar en su jardín, luego me colaba por la
ventana entreabierta de la cocina, merendaba frente al sillón de Henry y me
cercioraba de que la caja seguía en su escondite. Me pareció que el lugar que
había elegido Henry era el más seguro, lejos de la curiosidad de mamá.
A
ella le preocupaba que pasase las tardes allí sólo, me decía que Henry había
sido muy bueno cuidándome mientras ella iba a trabajar, pero a partir de ese
momento me convenía hacer nuevos amigos. Se alegró mucho cuando le dije que los
vecinos recién llegados tenían un hijo de mi edad y que iba a mi colegio.
Enseguida congeniamos los dos, en cuanto le conté una de las historias de Henry
me invitó a merendar a su casa. Estaba distinta, recién pintada y casi sin
muebles, parecía más grande.
—Está muy bonita, ¿no vais a hacer obra,
verdad? Así está bien.
Me fijé en que habían barnizado la escalera
pero el clavo del tercer peldaño seguía sobresaliendo. Todo lo demás de Henry
había desaparecido, casi de un día para otro, sin que pudiera hacerme a la
idea, porque desde que llegó el camión lo único que pude hacer fue vigilar por
el agujero de la valla.
Henry hizo ese agujero una de las últimas
tardes que pasamos juntos. Lo hizo con un berbiquí desde su lado del jardín,
midiendo que quedara justo a la altura de mi ojo. Me dijo que era para que yo
vigilara, por si le pasaba algo, o por si entraba algún extraño. Poco habría
podido hacer un niño de seis años, pero me sentí como un verdadero vigía que defiende
el castillo desde su puesto en la torre más alta, y la verdad era que, llegado
el caso, sí que podía correr más rápido que Henry para pedir ayuda. Quizá ya
presentía que no le quedaba mucho tiempo, porque recuerdo que a los pocos días,
cuando fui a su casa como todas las tardes, me pidió que le diera un abrazo,
aunque ya habíamos hablado que esas cosas eran de niñas. Tenía que haberme dado
cuenta de que él no iba a estar allí toda la vida.
Como solía hacer, me contó una historia
mientras me acababa la merienda, y luego me dijo que le trajera la caja
metálica que estaba debajo del tercer peldaño de la escalera.
—Sólo tienes que tirar del clavo que
sobresale del tablero lateral —me dirigió desde su sillón orejero.
Me daba las instrucciones con la misma
voz profunda y el mismo tono intrigante con el que me adentraba en los bosques
mágicos de sus historias, como si en ese momento fuera a descubrir un tesoro en
una isla solitaria, o a trasladarme a los tiempos de los dinosaurios. Me costó
abrir la portezuela bajo la escalera pero, después de varios intentos y los
ánimos de Henry desde el sillón, lo conseguí. Allí estaba la caja, polvorienta,
en la oscuridad de su escondite. No me atrevía a cogerla.
—¡Vamos, qué no muerde! —se mofó Henry—.
Sólo es polvo. ¿Quieres traerla de una vez?
Tiré de la caja hacia afuera con las
puntas de los dedos, no pesaba mucho, y se la acerqué apenas sin tocarla,
manteniéndola por delante a toda la distancia que me daban los brazos
estirados. Cualquiera sabía, conociendo a Henry, qué cosas escondía en esa caja.
Podían ser grillos, o saltamontes, o alacranes de cuando estuvo de corresponsal
de guerra. Quizá una víbora o igual no era nada vivo. Podían ser piedras
preciosas, alabastro, lapislázuli de cuando estuvo en Suramérica, o perlas de
oriente, regalo de aquél sultán que hacía dormir a los tigres con su canto. Me
había descrito tantos sitios y a tantas personas que había conocido en sus
viajes, que deseaba hacerme mayor para empezar a recorrer el mundo como él.
—En esta caja guardo lo
más valioso que tengo y es para ti, aunque sólo podrás abrirla cuando yo me
haya ido, además aún eres un poco pequeño para que aprecies su contenido,
primero tendrás que prometerme que vas a estudiar mucho.
Nunca
lo había visto tan serio, no podía decepcionarle.
—Sí, Henry, te lo prometo. Hemos empezado a
estudiar las letras y los números en el cole y ya me sé cómo se escribe mi
nombre y el tuyo —le conté emocionado.
Henry me pidió que se lo demostrara,
sobre la mesa tenía un pequeño cuaderno y un lápiz para apuntar las cosas que
se le ocurrían. Escribí nuestros nombres:
HENRY, LUCAS. Su mirada
siguió mi trazo lento y torpe hasta que terminé, luego cogió el cuaderno y
arrancó la hoja.
—¡Esto es algo digno de recordar, tus
primeras palabras escritas! Este papel se merece un sitio de honor, de momento
lo pondré con un imán en la nevera pero pensaré en uno mejor.
Durante casi todo el curso continuó mi
amistad con el nuevo vecino, solíamos volver juntos del cole y muchas veces me
pedía que fuera a jugar a su casa pero nunca me dejaba solo y no tuve
oportunidad de rescatar la caja hasta que una tarde, tras un fortuito empujón
mío, se derramó la leche sobre la ropa y tuvo que ir a cambiarse a su
habitación. Aproveché el momento y salí corriendo hacia mí casa con la caja
bajo el jersey.
No volví a entrar nunca más, aunque el
vecino insistía en volver conmigo del colegio y que fuese a jugar a su casa,
siempre me inventaba alguna excusa y me metía en mi habitación hasta que
llegaba mamá del trabajo. Le extrañaba encontrarme allí todos los días pero
cuando le dije que cada vez nos ponían más deberes en el cole, pensó que tenía
un hijo muy bueno y responsable. Y en realidad lo era, porque me pasaba las
tardes practicando las letras de la cartilla.
Nunca se me olvidará el día que abrí la
caja por primera vez y vi aquellos cuadernos escritos a mano, sin dibujos, sin
señal alguna que me guiara sobre su contenido, sólo letras indescifrables.
Henry me había dicho que era lo más valioso que tenía pero allí no encontré
ningún hada dormida, ni trozos del meteorito que cayó una noche que miraba las
estrellas, ni las herraduras de oro sin desgastar del caballo alado sobre el
que cabalgaba aquel niño indio que salvó a su pueblo. Me sentía tan
decepcionado que ni siquiera me fije que en la caja estaba también el papel en
el que escribí por primera vez nuestros nombres. Henry había añadido una palabra delante de
cada nombre. Esas fueron las siguientes que aprendí: de HENRY para LUCAS
Al principio me sentí engañado, esperaba
un tesoro maravilloso, algo de mucho valor con lo que conseguir que mamá dejara
de trabajar y de preocuparse por mi futuro, tendría dinero para ir a la
universidad de mayor, como ella quería. Nada me salía bien, yo no era uno de
los protagonistas de las historias fantásticas de Henry, capaces de cualquier
hazaña sin hacerse un rasguño, que conquistaban territorios, cabalgaban sobre
caballos o dragones voladores y regresaban victoriosos junto a su familia.
Luego, recordé la promesa que le había hecho a Henry y me apliqué en aprender a
leer. Quizá las letras de los cuadernos me guiasen hacia el verdadero tesoro y
así fue.
Los
cuadernos de Henry, antes de convertirse en uno de los mejores libros de
relatos publicados por la editorial donde trabajo, hicieron crecer en mí la afición
a la lectura y la capacidad de estudio, y gracias a ellos conseguí ir a la
universidad con una beca y licenciarme en Lengua y Literatura. Al principio mis
pasos se dirigieron a la escritura pero pronto me di cuenta de que nunca
escribiría nada como la herencia que me había dejado Henry. Cuando investigué
sobre él descubrí que ni siquiera se llamaba Henry, no había sido corresponsal
de guerra y quizá nunca saliera del país, ni de la provincia. Era periodista y también
había publicado un libro juvenil con éxito, pero cuando murió su mujer decidió
aislarse de todo y se vino a vivir a la casa de al lado. Durante esos años se
mantuvo gracias a colaboraciones en los diarios locales, escribiendo artículos muy
diferentes a las historias de sus cuadernos. En ellas volcó toda su fantasía y
la guardó para mí bajo el peldaño de las escaleras.
jueves, 16 de abril de 2015
domingo, 22 de febrero de 2015
Esclavo
Como todos los días, cuando la
claridad comienza a iluminar el barracón y se acercan las pisadas del capataz
para que nos levantemos, la pradera verde desaparece de debajo de mis pies
libres, el aire cálido se vuelve asfixiante, las voces cantarinas de mi vida
anterior se convierten en gritos y llantos desesperados, impotentes. ¡No quiero
abrir los ojos, dejadme seguir soñando! Me basta con el hedor que penetra en mi
nariz para que lo único que desee sea seguir recostado sobre este jergón,
acurrucado junto a los otros cuerpos doloridos, hasta que ya no sienta nada,
hasta que mi piel sea tan gruesa que no sufra por los golpes, ni se abra por
las heridas. ¡Dejadme en casa, junto a mi familia! Seguir acariciando a mi dulce Taina, reír con
los juegos de nuestros hijos, oler la comida que se está haciendo en el fuego. No
es mucho lo que pido, sólo seguir soñando. Aunque me obliguen a arrastrar mis
pasos hasta la plantación, sin poder detenerme, siempre con la mirada baja para
no llamar la atención del látigo, trabajando bajo vigilancia continua para que
me den de comer un mordisco y continuar vivo por si algún día puedo regresar.
Es lo único que me mantiene, por lo que intento que no me despellejen a
latigazos, por lo que no he tratado de huir para acabar devorado por los perros
que al final te encuentran, por lo que no me he colgado como los que no lo han
podido soportar y que seguro que ese Dios del que hablan los amos no los ha
condenado al infierno. Porque es ahí donde estoy ahora, en la realidad, de la
que sólo puedo escapar en sueños. Amanece otro día y sobrevivo a la
añoranza.
A la vuelta de la esquina
No era la primera vez que la observaba, estaba
obsesionado con esa mujer. Desde el momento en que la vio, hubo algo en ella que
le atrajo. Hacía años que seguía todos los movimientos de la señora Flyn desde
el Kiosco de prensa donde trabajaba, justo frente a su casa. Ella jamás se
había acercado a comprar nada pero para Newman era como si la conociese de toda
la vida. Era tal su obsesión que todo lo que rodease a aquella mujer le hacía
salirse de la discreción a la que tenía acostumbrados a los clientes del
barrio. El vendedor de prensa que conocían, siempre con una sonrisa en el
rostro, amable y de pocas palabras, en ocasiones les sorprendía con un
interrogatorio digno de un periodista de investigación. Así fue como se enteró
de que el marido de la señora Flyn había desaparecido; un día salió de casa
para ir al trabajo y en el camino se perdió su rastro.
Cuando, después del
accidente, a Newman le dieron el trabajo en el Kiosco ya hacía medio año de
aquel suceso y la conmoción de los vecinos se había relajado. Al principio,
según le habían contado en una de sus primeras indagaciones, todos se volcaron
a ayudar a aquella pobre mujer que se había quedado sola con una terrible
sensación de abandono y a la vez con la firme creencia de que su marido, un
hombre formal y de buenas costumbres, volvería junto a ella en cualquier
momento. Quizá pensar en eso hizo que
Newman no se atreviera a acercarse y confesarle su atracción al momento de
conocerla. Además ya salía con Betty y enseguida se casaron. Durante los años
de matrimonio, jamás le fue infiel, solo de vez en cuando los pensamientos se
le escapaban cuando veía desde el Kiosco a la señora Flyn.
Betty y Newman compraron el
piso en Lamber, era un buen barrio para vivir. Tenían el Kiosco a la vuelta de
la esquina, y muy cerca el hospital donde trabajaba Betty como enfermera, donde
se conocieron, y de cuyo edificio y de su personal Newman guardaba los primeros
recuerdos.
Los vecinos les acogieron
bien pero a veces él se sentía como un bicho raro sin pasado ni conocidos. En Betty
encontró comprensión y apoyo para empezar un futuro. A la boda solo acudieron
familiares y amigos de Betty, ese día Newman aún fue más consciente que nunca
de su soledad. Se sintió un extraño, incluso para sí mismo y durante toda la
ceremonia tuvo la sensación de que aquello ya lo había vivido antes.
Los años fueron pasando, no
habían tenido hijos, ni un amor apasionado pero Newman ya no se sentía
desprotegido aunque lo único que le animaba a levantarse todos los días de la
cama, era pensar en que, desde el Kiosco, tal vez pudiera ver a la señora Flyn.
No quería hacer daño a Betty pero, al final, hace una semana, le planteó la
decisión de separarse. Jamás se hubiera atrevido si no llega a ser por un encuentro
fortuito que dio vuelta a todos sus esquemas. Un día se acercó a comprar el
periódico un doctor jubilado que iba a hacer una visita a sus colegas del
hospital. Al devolverle el cambio se miraron y el doctor le reconoció.
—
¿Usted es “el hombre nuevo”, verdad?
—Si… ¿Cómo sabe usted eso?
—Soy el doctor Milton.
¿Recuerda? El cirujano plástico que le reconstruyó el rostro. Usted fue un caso
complicado, el más famoso de los que se han tratado en el hospital… ¿Sabe ya
quién era antes del accidente?
—No, en realidad no me había
preocupado hasta hace poco. Ando dándole vueltas al asunto. Quizá usted pueda
ayudarme… ¿Recuerda exactamente lo que me sucedió?
—Por supuesto, no se me
olvidará nunca, me avisaron por un herido muy grave en un atropello. Era veinte
de febrero, mi aniversario de boda, tuve que cancelar la celebración.
La charla no se alargó
mucho, los colegas esperaban al doctor. Los dos confesaron estar contentos de
volver a verse y Newman, antes de despedirse, reiteró su agradecimiento al
doctor y le rogó que se lo transmitiera a todos en el hospital.
Cerró el Kiosco media hora
antes para poder llegar a tiempo a la hemeroteca. Buscó el periódico del
veintiuno de febrero de 1970. En la sección de sucesos estaba reseñado en un
pequeño espacio el atropello de un viandante que ingresó mal herido en el
hospital, de lo otro que Newman estaba buscando no aparecía nada. Miró en el
del día siguiente, y allí estaba: junto a una foto de Harry Flyn la noticia
hablaba de que hacía dos días que había desaparecido. La policía y la esposa
pedían la colaboración de los ciudadanos y daban un teléfono de contacto para
cualquiera que tuviese alguna información. Le costó una noche de insomnio
aguantar las ganas de marcar ese número, que según la guía aún pertenecía al domicilio
de la señora Flyn. A la mañana siguiente, Newman estaba decidido. Hecho un manojo de nervios habló con Betty.
Sin explicarle nada del asunto, solo le dijo que lo sentía mucho pero que lo
suyo había acabado. Ella se fue al trabajo apesadumbrada aunque pensaba que era
una crisis pasajera más.
El ring sonó intermitente al
otro lado del auricular durante unos segundos eternos, al fin Rose contestó:
— ¿Quién es?
—Discúlpeme… Señora Flyn
usted no me conoce, bueno si…no sé cómo decirle esto…
Rose estaba confusa, esa
voz… No podía ser pero era él, sin darse cuenta pronunció su nombre.
— ¿Harry?
—Sí, eso creo. No lo he
sabido con certeza hasta ahora, Rose… Ha pasado tanto tiempo que no me
extrañaría que no quisieras saber nada de mí, pero por favor déjame que te
cuente.
Quedaron que en una hora se
encontrarían en la cafetería donde solían quedar cuando eran novios.
La puerta de la casa de la
señora Flyn se abrió, ella cerró con llave al salir y bajó los cuatro peldaños
hasta llegar a la acera. Newman la observaba desde el kiosko Ese día se había
puesto el abrigo gris que resaltaba su pelo caoba y su cutis pálido, pero lo
especial era que llevase los labios pintados de rojo y puestos unos zapatos de
tacón. Newman notaba un ejército de hormigas bailando en su estómago mientras
la seguía hasta la cafetería del viejo Jack.
El Cristo de roble
Siempre dejaba que el teléfono sonara varias veces antes
de cogerlo para dar la impresión de estar ocupado. Debía mostrase activo y
eficaz aunque en el último año apenas hubiera trabajado en unos pocos casos de
escasa importancia. El tercer “ring” resonó en todo el pasillo a través de la
puerta número 10 de la primera planta del viejo edificio de oficinas. Pudo
aguantar la estridencia del cuarto, luego cogió el auricular y contestó:
—Felipe Gómez, investigador
privado. Dígame.
—Hola, buenos días, le llamo
desde la parroquia del Buen Jesús. Ha ocurrido un hecho sorprendente y nos
gustaría que usted lo investigara. Nos preocupa que haya alguien detrás
intentando beneficiarse, pero mejor le explico todo esta tarde a las cuatro, le
espero en la sacristía, hasta luego.
Felipe no tuvo tiempo de
responder antes de oír como el hombre del otro lado del teléfono colgaba, dando
por hecho que él asistiría a la entrevista. No era la primera vez que trabajaba
en algo relacionado con la Iglesia, seguro que el nuevo cliente se había
informado de que Felipe practicaba la fe cristiana y que se podía confiar en su
discreción.
Tenía tiempo de sobra. Buscó en
el plano de la ciudad la dirección de la parroquia y se dirigió hacia allí para
hacer, por su cuenta, una visita anticipada. Cuando llegó sonaron las doce en
lo alto del campanario, justo la hora del Angelus. Las puertas de la iglesia
estaban abiertas para que los fieles entrasen a rezar, él actuó como si fuera
uno más. Cruzó el umbral del pórtico dejando atrás la claridad del día que
contrastaba con la oscuridad del interior, sus ojos tuvieron que hacer un
pequeño esfuerzo para adaptarse y poder ver la iglesia por dentro, era de
estilo moderno y todo estaba muy nuevo, se notaba que habían hecho reformas. Se
fue acercando al altar por el pasillo central al mismo tiempo que miraba los
cuadros e imágenes que adornaban las paredes laterales. Cuando llegó frente al
altar se arrodilló e hizo la señal de la cruz antes de sentarse en uno de los
primeros bancos. Todo estaba tranquilo, lo único que parecía diferente era una
inmensa talla de madera de la figura de Cristo crucificado a la que, a sus
pies, un grupo de personas admiraba con expresión de incredulidad. Vio que el
párroco se unía a ellos mirando a su vez al Cristo y haciendo algún comentario
que no pudo oír. Decidió acercarse y preguntar.
—Es impresionante esta figura.
¿Quién la ha hecho?
—El joven Adolfo Colorado, un
carpintero del barrio y feligrés de la parroquia, nos la ha donado para cumplir
una promesa. El pobre se llevó un gran susto hace dos días, cuando la colocó
aquí donde la ve usted.
—¿Por qué? ¿No le gustó cómo le
había quedado?
—Pero... ¿Es que usted no lo
ve?
—¿Qué tendría que ver?.
—La sangre. Cuando Adolfo clavó
en la cruz la figura de Cristo empezó a brotar de sus pies y manos como si
tuviera heridas de verdad. Es un líquido rojo que no para de salir. Hemos
puesto aquí debajo este recipiente para recogerlo, pronto vendrá alguien
encargado de investigar el caso y suponemos que necesitará analizar una
muestra. De todas formas no podíamos dejar que se derramase por el suelo la
sangre de Nuestro Señor.
—Soy Felipe Gómez, investigador
privado, supongo que fue usted quien me llamó hace una hora y que este es el
caso que les preocupa. Me gustaría empezar ahora mismo ¿Sabe usted dónde puedo
encontrar al joven que hizo el Cristo?
—Es estupendo que haya venido
tan pronto Sr. Gómez, estas cosas más vale cogerlas a tiempo, antes de que se
entere demasiada gente y se corran rumores inciertos y confusos. Para los
fieles de este barrio lo más fácil es creer en milagros. Adolfo está sentado
ahí mismo, no se ha separado de su escultura desde que lo colgó en la cruz,
dice que así tal vez pueda aliviar el dolor que le ha infringido al clavarle
los clavos.
El párroco señaló a un joven
que se encontraba a escasos metros, en el banco que quedaba más cerca de la
figura, para apreciar cualquier cambio que pudiera producirse. Pensativo y
cabizbajo, una larga melena morena le cubría el rostro. Levantó la cabeza al oír los pasos de Gómez
que se encaminaban hacia él. Fue entonces cuando dejó ver sus profundos ojos
negros y su cara de gesto triste y apacible al mismo tiempo. Se levantó y
recibió al detective con la mano extendida. Era alto y no muy corpulento. Se
saludaron mientras el párroco les presentaba.
—Me gustaría que me contases,
uno a uno, los pasos que has seguido para hacer la talla, desde el día que
elegiste la madera hasta el día en que la colocaste donde está.
—No sé si voy a acordarme de
todo, porque el proceso ha sido largo. Empecé hace un año, cuando mi esposa
murió en su coche al estrellarse contra un árbol. El roble también cayó en el
accidente y en recuerdo de mi querida Magdalena decidí tallar con él una figura
para ponerla en la parroquia. Durante este tiempo he torneado el tronco
descargando en él mi pena. Hace dos días, cuando clavé el Cristo a la cruz,
pensé que por fin encontraría la paz, pero ya ve, parece que le he traspasado
todo mi dolor.
—No creo, estoy
seguro de que todo tiene una explicación. Voy a mandar analizar el líquido
rojizo que sale de los agujeros del Cristo. En pocos días confirmaran lo que imagino que sucede: la madera no ha tenido suficiente tiempo para secarse y al hacer los agujeros ha brotado la sabia que aún guardaba en su interior, seguro que nunca has esculpido madera sin tratar y por eso no te ha pasado antes.
Los ojos negros de Adolfo
dirigieron a Felipe una mirada llena de paz y de pequeños brillos. Al mismo
tiempo que brotaban en ellos las lágrimas, la sangre dejó de salir de las
heridas del Cristo de roble.
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