Como todos los días, cuando la
claridad comienza a iluminar el barracón y se acercan las pisadas del capataz
para que nos levantemos, la pradera verde desaparece de debajo de mis pies
libres, el aire cálido se vuelve asfixiante, las voces cantarinas de mi vida
anterior se convierten en gritos y llantos desesperados, impotentes. ¡No quiero
abrir los ojos, dejadme seguir soñando! Me basta con el hedor que penetra en mi
nariz para que lo único que desee sea seguir recostado sobre este jergón,
acurrucado junto a los otros cuerpos doloridos, hasta que ya no sienta nada,
hasta que mi piel sea tan gruesa que no sufra por los golpes, ni se abra por
las heridas. ¡Dejadme en casa, junto a mi familia! Seguir acariciando a mi dulce Taina, reír con
los juegos de nuestros hijos, oler la comida que se está haciendo en el fuego. No
es mucho lo que pido, sólo seguir soñando. Aunque me obliguen a arrastrar mis
pasos hasta la plantación, sin poder detenerme, siempre con la mirada baja para
no llamar la atención del látigo, trabajando bajo vigilancia continua para que
me den de comer un mordisco y continuar vivo por si algún día puedo regresar.
Es lo único que me mantiene, por lo que intento que no me despellejen a
latigazos, por lo que no he tratado de huir para acabar devorado por los perros
que al final te encuentran, por lo que no me he colgado como los que no lo han
podido soportar y que seguro que ese Dios del que hablan los amos no los ha
condenado al infierno. Porque es ahí donde estoy ahora, en la realidad, de la
que sólo puedo escapar en sueños. Amanece otro día y sobrevivo a la
añoranza.