domingo, 22 de febrero de 2015

El Cristo de roble



Siempre dejaba que el teléfono sonara varias veces antes de cogerlo para dar la impresión de estar ocupado. Debía mostrase activo y eficaz aunque en el último año apenas hubiera trabajado en unos pocos casos de escasa importancia. El tercer “ring” resonó en todo el pasillo a través de la puerta número 10 de la primera planta del viejo edificio de oficinas. Pudo aguantar la estridencia del cuarto, luego cogió el auricular y contestó:
—Felipe Gómez, investigador privado. Dígame.
—Hola, buenos días, le llamo desde la parroquia del Buen Jesús. Ha ocurrido un hecho sorprendente y nos gustaría que usted lo investigara. Nos preocupa que haya alguien detrás intentando beneficiarse, pero mejor le explico todo esta tarde a las cuatro, le espero en la sacristía, hasta luego.
Felipe no tuvo tiempo de responder antes de oír como el hombre del otro lado del teléfono colgaba, dando por hecho que él asistiría a la entrevista. No era la primera vez que trabajaba en algo relacionado con la Iglesia, seguro que el nuevo cliente se había informado de que Felipe practicaba la fe cristiana y que se podía confiar en su discreción.
Tenía tiempo de sobra. Buscó en el plano de la ciudad la dirección de la parroquia y se dirigió hacia allí para hacer, por su cuenta, una visita anticipada. Cuando llegó sonaron las doce en lo alto del campanario, justo la hora del Angelus. Las puertas de la iglesia estaban abiertas para que los fieles entrasen a rezar, él actuó como si fuera uno más. Cruzó el umbral del pórtico dejando atrás la claridad del día que contrastaba con la oscuridad del interior, sus ojos tuvieron que hacer un pequeño esfuerzo para adaptarse y poder ver la iglesia por dentro, era de estilo moderno y todo estaba muy nuevo, se notaba que habían hecho reformas. Se fue acercando al altar por el pasillo central al mismo tiempo que miraba los cuadros e imágenes que adornaban las paredes laterales. Cuando llegó frente al altar se arrodilló e hizo la señal de la cruz antes de sentarse en uno de los primeros bancos. Todo estaba tranquilo, lo único que parecía diferente era una inmensa talla de madera de la figura de Cristo crucificado a la que, a sus pies, un grupo de personas admiraba con expresión de incredulidad. Vio que el párroco se unía a ellos mirando a su vez al Cristo y haciendo algún comentario que no pudo oír. Decidió acercarse y preguntar.
—Es impresionante esta figura. ¿Quién la ha hecho?
—El joven Adolfo Colorado, un carpintero del barrio y feligrés de la parroquia, nos la ha donado para cumplir una promesa. El pobre se llevó un gran susto hace dos días, cuando la colocó aquí donde la ve usted.
—¿Por qué? ¿No le gustó cómo le había quedado?
—Pero... ¿Es que usted no lo ve?
—¿Qué tendría que ver?.
—La sangre. Cuando Adolfo clavó en la cruz la figura de Cristo empezó a brotar de sus pies y manos como si tuviera heridas de verdad. Es un líquido rojo que no para de salir. Hemos puesto aquí debajo este recipiente para recogerlo, pronto vendrá alguien encargado de investigar el caso y suponemos que necesitará analizar una muestra. De todas formas no podíamos dejar que se derramase por el suelo la sangre de Nuestro Señor.
—Soy Felipe Gómez, investigador privado, supongo que fue usted quien me llamó hace una hora y que este es el caso que les preocupa. Me gustaría empezar ahora mismo ¿Sabe usted dónde puedo encontrar al joven que hizo el Cristo?
—Es estupendo que haya venido tan pronto Sr. Gómez, estas cosas más vale cogerlas a tiempo, antes de que se entere demasiada gente y se corran rumores inciertos y confusos. Para los fieles de este barrio lo más fácil es creer en milagros. Adolfo está sentado ahí mismo, no se ha separado de su escultura desde que lo colgó en la cruz, dice que así tal vez pueda aliviar el dolor que le ha infringido al clavarle los clavos.
El párroco señaló a un joven que se encontraba a escasos metros, en el banco que quedaba más cerca de la figura, para apreciar cualquier cambio que pudiera producirse. Pensativo y cabizbajo, una larga melena morena le cubría el rostro.  Levantó la cabeza al oír los pasos de Gómez que se encaminaban hacia él. Fue entonces cuando dejó ver sus profundos ojos negros y su cara de gesto triste y apacible al mismo tiempo. Se levantó y recibió al detective con la mano extendida. Era alto y no muy corpulento. Se saludaron mientras el párroco les presentaba.
—Me gustaría que me contases, uno a uno, los pasos que has seguido para hacer la talla, desde el día que elegiste la madera hasta el día en que la colocaste donde está.
—No sé si voy a acordarme de todo, porque el proceso ha sido largo. Empecé hace un año, cuando mi esposa murió en su coche al estrellarse contra un árbol. El roble también cayó en el accidente y en recuerdo de mi querida Magdalena decidí tallar con él una figura para ponerla en la parroquia. Durante este tiempo he torneado el tronco descargando en él mi pena. Hace dos días, cuando clavé el Cristo a la cruz, pensé que por fin encontraría la paz, pero ya ve, parece que le he traspasado todo mi dolor.
—No creo, estoy seguro de que todo tiene una explicación. Voy a mandar analizar el líquido rojizo que sale de los agujeros del Cristo. En pocos días confirmaran lo que imagino que sucede: la madera no ha tenido suficiente tiempo para secarse y al hacer los agujeros ha brotado la sabia que aún guardaba en su interior, seguro que nunca has esculpido madera sin tratar y por eso no te ha pasado antes.
Los ojos negros de Adolfo dirigieron a Felipe una mirada llena de paz y de pequeños brillos. Al mismo tiempo que brotaban en ellos las lágrimas, la sangre dejó de salir de las heridas del Cristo de roble.