Siempre dejaba que el teléfono sonara varias veces antes
de cogerlo para dar la impresión de estar ocupado. Debía mostrase activo y
eficaz aunque en el último año apenas hubiera trabajado en unos pocos casos de
escasa importancia. El tercer “ring” resonó en todo el pasillo a través de la
puerta número 10 de la primera planta del viejo edificio de oficinas. Pudo
aguantar la estridencia del cuarto, luego cogió el auricular y contestó:
—Felipe Gómez, investigador
privado. Dígame.
—Hola, buenos días, le llamo
desde la parroquia del Buen Jesús. Ha ocurrido un hecho sorprendente y nos
gustaría que usted lo investigara. Nos preocupa que haya alguien detrás
intentando beneficiarse, pero mejor le explico todo esta tarde a las cuatro, le
espero en la sacristía, hasta luego.
Felipe no tuvo tiempo de
responder antes de oír como el hombre del otro lado del teléfono colgaba, dando
por hecho que él asistiría a la entrevista. No era la primera vez que trabajaba
en algo relacionado con la Iglesia, seguro que el nuevo cliente se había
informado de que Felipe practicaba la fe cristiana y que se podía confiar en su
discreción.
Tenía tiempo de sobra. Buscó en
el plano de la ciudad la dirección de la parroquia y se dirigió hacia allí para
hacer, por su cuenta, una visita anticipada. Cuando llegó sonaron las doce en
lo alto del campanario, justo la hora del Angelus. Las puertas de la iglesia
estaban abiertas para que los fieles entrasen a rezar, él actuó como si fuera
uno más. Cruzó el umbral del pórtico dejando atrás la claridad del día que
contrastaba con la oscuridad del interior, sus ojos tuvieron que hacer un
pequeño esfuerzo para adaptarse y poder ver la iglesia por dentro, era de
estilo moderno y todo estaba muy nuevo, se notaba que habían hecho reformas. Se
fue acercando al altar por el pasillo central al mismo tiempo que miraba los
cuadros e imágenes que adornaban las paredes laterales. Cuando llegó frente al
altar se arrodilló e hizo la señal de la cruz antes de sentarse en uno de los
primeros bancos. Todo estaba tranquilo, lo único que parecía diferente era una
inmensa talla de madera de la figura de Cristo crucificado a la que, a sus
pies, un grupo de personas admiraba con expresión de incredulidad. Vio que el
párroco se unía a ellos mirando a su vez al Cristo y haciendo algún comentario
que no pudo oír. Decidió acercarse y preguntar.
—Es impresionante esta figura.
¿Quién la ha hecho?
—El joven Adolfo Colorado, un
carpintero del barrio y feligrés de la parroquia, nos la ha donado para cumplir
una promesa. El pobre se llevó un gran susto hace dos días, cuando la colocó
aquí donde la ve usted.
—¿Por qué? ¿No le gustó cómo le
había quedado?
—Pero... ¿Es que usted no lo
ve?
—¿Qué tendría que ver?.
—La sangre. Cuando Adolfo clavó
en la cruz la figura de Cristo empezó a brotar de sus pies y manos como si
tuviera heridas de verdad. Es un líquido rojo que no para de salir. Hemos
puesto aquí debajo este recipiente para recogerlo, pronto vendrá alguien
encargado de investigar el caso y suponemos que necesitará analizar una
muestra. De todas formas no podíamos dejar que se derramase por el suelo la
sangre de Nuestro Señor.
—Soy Felipe Gómez, investigador
privado, supongo que fue usted quien me llamó hace una hora y que este es el
caso que les preocupa. Me gustaría empezar ahora mismo ¿Sabe usted dónde puedo
encontrar al joven que hizo el Cristo?
—Es estupendo que haya venido
tan pronto Sr. Gómez, estas cosas más vale cogerlas a tiempo, antes de que se
entere demasiada gente y se corran rumores inciertos y confusos. Para los
fieles de este barrio lo más fácil es creer en milagros. Adolfo está sentado
ahí mismo, no se ha separado de su escultura desde que lo colgó en la cruz,
dice que así tal vez pueda aliviar el dolor que le ha infringido al clavarle
los clavos.
El párroco señaló a un joven
que se encontraba a escasos metros, en el banco que quedaba más cerca de la
figura, para apreciar cualquier cambio que pudiera producirse. Pensativo y
cabizbajo, una larga melena morena le cubría el rostro. Levantó la cabeza al oír los pasos de Gómez
que se encaminaban hacia él. Fue entonces cuando dejó ver sus profundos ojos
negros y su cara de gesto triste y apacible al mismo tiempo. Se levantó y
recibió al detective con la mano extendida. Era alto y no muy corpulento. Se
saludaron mientras el párroco les presentaba.
—Me gustaría que me contases,
uno a uno, los pasos que has seguido para hacer la talla, desde el día que
elegiste la madera hasta el día en que la colocaste donde está.
—No sé si voy a acordarme de
todo, porque el proceso ha sido largo. Empecé hace un año, cuando mi esposa
murió en su coche al estrellarse contra un árbol. El roble también cayó en el
accidente y en recuerdo de mi querida Magdalena decidí tallar con él una figura
para ponerla en la parroquia. Durante este tiempo he torneado el tronco
descargando en él mi pena. Hace dos días, cuando clavé el Cristo a la cruz,
pensé que por fin encontraría la paz, pero ya ve, parece que le he traspasado
todo mi dolor.
—No creo, estoy
seguro de que todo tiene una explicación. Voy a mandar analizar el líquido
rojizo que sale de los agujeros del Cristo. En pocos días confirmaran lo que imagino que sucede: la madera no ha tenido suficiente tiempo para secarse y al hacer los agujeros ha brotado la sabia que aún guardaba en su interior, seguro que nunca has esculpido madera sin tratar y por eso no te ha pasado antes.
Los ojos negros de Adolfo
dirigieron a Felipe una mirada llena de paz y de pequeños brillos. Al mismo
tiempo que brotaban en ellos las lágrimas, la sangre dejó de salir de las
heridas del Cristo de roble.