Como todos los días, cuando la
claridad comienza a iluminar el barracón y se acercan las pisadas del capataz
para que nos levantemos, la pradera verde desaparece de debajo de mis pies
libres, el aire cálido se vuelve asfixiante, las voces cantarinas de mi vida
anterior se convierten en gritos y llantos desesperados, impotentes. ¡No quiero
abrir los ojos, dejadme seguir soñando! Me basta con el hedor que penetra en mi
nariz para que lo único que desee sea seguir recostado sobre este jergón,
acurrucado junto a los otros cuerpos doloridos, hasta que ya no sienta nada,
hasta que mi piel sea tan gruesa que no sufra por los golpes, ni se abra por
las heridas. ¡Dejadme en casa, junto a mi familia! Seguir acariciando a mi dulce Taina, reír con
los juegos de nuestros hijos, oler la comida que se está haciendo en el fuego. No
es mucho lo que pido, sólo seguir soñando. Aunque me obliguen a arrastrar mis
pasos hasta la plantación, sin poder detenerme, siempre con la mirada baja para
no llamar la atención del látigo, trabajando bajo vigilancia continua para que
me den de comer un mordisco y continuar vivo por si algún día puedo regresar.
Es lo único que me mantiene, por lo que intento que no me despellejen a
latigazos, por lo que no he tratado de huir para acabar devorado por los perros
que al final te encuentran, por lo que no me he colgado como los que no lo han
podido soportar y que seguro que ese Dios del que hablan los amos no los ha
condenado al infierno. Porque es ahí donde estoy ahora, en la realidad, de la
que sólo puedo escapar en sueños. Amanece otro día y sobrevivo a la
añoranza.
domingo, 22 de febrero de 2015
A la vuelta de la esquina
No era la primera vez que la observaba, estaba
obsesionado con esa mujer. Desde el momento en que la vio, hubo algo en ella que
le atrajo. Hacía años que seguía todos los movimientos de la señora Flyn desde
el Kiosco de prensa donde trabajaba, justo frente a su casa. Ella jamás se
había acercado a comprar nada pero para Newman era como si la conociese de toda
la vida. Era tal su obsesión que todo lo que rodease a aquella mujer le hacía
salirse de la discreción a la que tenía acostumbrados a los clientes del
barrio. El vendedor de prensa que conocían, siempre con una sonrisa en el
rostro, amable y de pocas palabras, en ocasiones les sorprendía con un
interrogatorio digno de un periodista de investigación. Así fue como se enteró
de que el marido de la señora Flyn había desaparecido; un día salió de casa
para ir al trabajo y en el camino se perdió su rastro.
Cuando, después del
accidente, a Newman le dieron el trabajo en el Kiosco ya hacía medio año de
aquel suceso y la conmoción de los vecinos se había relajado. Al principio,
según le habían contado en una de sus primeras indagaciones, todos se volcaron
a ayudar a aquella pobre mujer que se había quedado sola con una terrible
sensación de abandono y a la vez con la firme creencia de que su marido, un
hombre formal y de buenas costumbres, volvería junto a ella en cualquier
momento. Quizá pensar en eso hizo que
Newman no se atreviera a acercarse y confesarle su atracción al momento de
conocerla. Además ya salía con Betty y enseguida se casaron. Durante los años
de matrimonio, jamás le fue infiel, solo de vez en cuando los pensamientos se
le escapaban cuando veía desde el Kiosco a la señora Flyn.
Betty y Newman compraron el
piso en Lamber, era un buen barrio para vivir. Tenían el Kiosco a la vuelta de
la esquina, y muy cerca el hospital donde trabajaba Betty como enfermera, donde
se conocieron, y de cuyo edificio y de su personal Newman guardaba los primeros
recuerdos.
Los vecinos les acogieron
bien pero a veces él se sentía como un bicho raro sin pasado ni conocidos. En Betty
encontró comprensión y apoyo para empezar un futuro. A la boda solo acudieron
familiares y amigos de Betty, ese día Newman aún fue más consciente que nunca
de su soledad. Se sintió un extraño, incluso para sí mismo y durante toda la
ceremonia tuvo la sensación de que aquello ya lo había vivido antes.
Los años fueron pasando, no
habían tenido hijos, ni un amor apasionado pero Newman ya no se sentía
desprotegido aunque lo único que le animaba a levantarse todos los días de la
cama, era pensar en que, desde el Kiosco, tal vez pudiera ver a la señora Flyn.
No quería hacer daño a Betty pero, al final, hace una semana, le planteó la
decisión de separarse. Jamás se hubiera atrevido si no llega a ser por un encuentro
fortuito que dio vuelta a todos sus esquemas. Un día se acercó a comprar el
periódico un doctor jubilado que iba a hacer una visita a sus colegas del
hospital. Al devolverle el cambio se miraron y el doctor le reconoció.
—
¿Usted es “el hombre nuevo”, verdad?
—Si… ¿Cómo sabe usted eso?
—Soy el doctor Milton.
¿Recuerda? El cirujano plástico que le reconstruyó el rostro. Usted fue un caso
complicado, el más famoso de los que se han tratado en el hospital… ¿Sabe ya
quién era antes del accidente?
—No, en realidad no me había
preocupado hasta hace poco. Ando dándole vueltas al asunto. Quizá usted pueda
ayudarme… ¿Recuerda exactamente lo que me sucedió?
—Por supuesto, no se me
olvidará nunca, me avisaron por un herido muy grave en un atropello. Era veinte
de febrero, mi aniversario de boda, tuve que cancelar la celebración.
La charla no se alargó
mucho, los colegas esperaban al doctor. Los dos confesaron estar contentos de
volver a verse y Newman, antes de despedirse, reiteró su agradecimiento al
doctor y le rogó que se lo transmitiera a todos en el hospital.
Cerró el Kiosco media hora
antes para poder llegar a tiempo a la hemeroteca. Buscó el periódico del
veintiuno de febrero de 1970. En la sección de sucesos estaba reseñado en un
pequeño espacio el atropello de un viandante que ingresó mal herido en el
hospital, de lo otro que Newman estaba buscando no aparecía nada. Miró en el
del día siguiente, y allí estaba: junto a una foto de Harry Flyn la noticia
hablaba de que hacía dos días que había desaparecido. La policía y la esposa
pedían la colaboración de los ciudadanos y daban un teléfono de contacto para
cualquiera que tuviese alguna información. Le costó una noche de insomnio
aguantar las ganas de marcar ese número, que según la guía aún pertenecía al domicilio
de la señora Flyn. A la mañana siguiente, Newman estaba decidido. Hecho un manojo de nervios habló con Betty.
Sin explicarle nada del asunto, solo le dijo que lo sentía mucho pero que lo
suyo había acabado. Ella se fue al trabajo apesadumbrada aunque pensaba que era
una crisis pasajera más.
El ring sonó intermitente al
otro lado del auricular durante unos segundos eternos, al fin Rose contestó:
— ¿Quién es?
—Discúlpeme… Señora Flyn
usted no me conoce, bueno si…no sé cómo decirle esto…
Rose estaba confusa, esa
voz… No podía ser pero era él, sin darse cuenta pronunció su nombre.
— ¿Harry?
—Sí, eso creo. No lo he
sabido con certeza hasta ahora, Rose… Ha pasado tanto tiempo que no me
extrañaría que no quisieras saber nada de mí, pero por favor déjame que te
cuente.
Quedaron que en una hora se
encontrarían en la cafetería donde solían quedar cuando eran novios.
La puerta de la casa de la
señora Flyn se abrió, ella cerró con llave al salir y bajó los cuatro peldaños
hasta llegar a la acera. Newman la observaba desde el kiosko Ese día se había
puesto el abrigo gris que resaltaba su pelo caoba y su cutis pálido, pero lo
especial era que llevase los labios pintados de rojo y puestos unos zapatos de
tacón. Newman notaba un ejército de hormigas bailando en su estómago mientras
la seguía hasta la cafetería del viejo Jack.
El Cristo de roble
Siempre dejaba que el teléfono sonara varias veces antes
de cogerlo para dar la impresión de estar ocupado. Debía mostrase activo y
eficaz aunque en el último año apenas hubiera trabajado en unos pocos casos de
escasa importancia. El tercer “ring” resonó en todo el pasillo a través de la
puerta número 10 de la primera planta del viejo edificio de oficinas. Pudo
aguantar la estridencia del cuarto, luego cogió el auricular y contestó:
—Felipe Gómez, investigador
privado. Dígame.
—Hola, buenos días, le llamo
desde la parroquia del Buen Jesús. Ha ocurrido un hecho sorprendente y nos
gustaría que usted lo investigara. Nos preocupa que haya alguien detrás
intentando beneficiarse, pero mejor le explico todo esta tarde a las cuatro, le
espero en la sacristía, hasta luego.
Felipe no tuvo tiempo de
responder antes de oír como el hombre del otro lado del teléfono colgaba, dando
por hecho que él asistiría a la entrevista. No era la primera vez que trabajaba
en algo relacionado con la Iglesia, seguro que el nuevo cliente se había
informado de que Felipe practicaba la fe cristiana y que se podía confiar en su
discreción.
Tenía tiempo de sobra. Buscó en
el plano de la ciudad la dirección de la parroquia y se dirigió hacia allí para
hacer, por su cuenta, una visita anticipada. Cuando llegó sonaron las doce en
lo alto del campanario, justo la hora del Angelus. Las puertas de la iglesia
estaban abiertas para que los fieles entrasen a rezar, él actuó como si fuera
uno más. Cruzó el umbral del pórtico dejando atrás la claridad del día que
contrastaba con la oscuridad del interior, sus ojos tuvieron que hacer un
pequeño esfuerzo para adaptarse y poder ver la iglesia por dentro, era de
estilo moderno y todo estaba muy nuevo, se notaba que habían hecho reformas. Se
fue acercando al altar por el pasillo central al mismo tiempo que miraba los
cuadros e imágenes que adornaban las paredes laterales. Cuando llegó frente al
altar se arrodilló e hizo la señal de la cruz antes de sentarse en uno de los
primeros bancos. Todo estaba tranquilo, lo único que parecía diferente era una
inmensa talla de madera de la figura de Cristo crucificado a la que, a sus
pies, un grupo de personas admiraba con expresión de incredulidad. Vio que el
párroco se unía a ellos mirando a su vez al Cristo y haciendo algún comentario
que no pudo oír. Decidió acercarse y preguntar.
—Es impresionante esta figura.
¿Quién la ha hecho?
—El joven Adolfo Colorado, un
carpintero del barrio y feligrés de la parroquia, nos la ha donado para cumplir
una promesa. El pobre se llevó un gran susto hace dos días, cuando la colocó
aquí donde la ve usted.
—¿Por qué? ¿No le gustó cómo le
había quedado?
—Pero... ¿Es que usted no lo
ve?
—¿Qué tendría que ver?.
—La sangre. Cuando Adolfo clavó
en la cruz la figura de Cristo empezó a brotar de sus pies y manos como si
tuviera heridas de verdad. Es un líquido rojo que no para de salir. Hemos
puesto aquí debajo este recipiente para recogerlo, pronto vendrá alguien
encargado de investigar el caso y suponemos que necesitará analizar una
muestra. De todas formas no podíamos dejar que se derramase por el suelo la
sangre de Nuestro Señor.
—Soy Felipe Gómez, investigador
privado, supongo que fue usted quien me llamó hace una hora y que este es el
caso que les preocupa. Me gustaría empezar ahora mismo ¿Sabe usted dónde puedo
encontrar al joven que hizo el Cristo?
—Es estupendo que haya venido
tan pronto Sr. Gómez, estas cosas más vale cogerlas a tiempo, antes de que se
entere demasiada gente y se corran rumores inciertos y confusos. Para los
fieles de este barrio lo más fácil es creer en milagros. Adolfo está sentado
ahí mismo, no se ha separado de su escultura desde que lo colgó en la cruz,
dice que así tal vez pueda aliviar el dolor que le ha infringido al clavarle
los clavos.
El párroco señaló a un joven
que se encontraba a escasos metros, en el banco que quedaba más cerca de la
figura, para apreciar cualquier cambio que pudiera producirse. Pensativo y
cabizbajo, una larga melena morena le cubría el rostro. Levantó la cabeza al oír los pasos de Gómez
que se encaminaban hacia él. Fue entonces cuando dejó ver sus profundos ojos
negros y su cara de gesto triste y apacible al mismo tiempo. Se levantó y
recibió al detective con la mano extendida. Era alto y no muy corpulento. Se
saludaron mientras el párroco les presentaba.
—Me gustaría que me contases,
uno a uno, los pasos que has seguido para hacer la talla, desde el día que
elegiste la madera hasta el día en que la colocaste donde está.
—No sé si voy a acordarme de
todo, porque el proceso ha sido largo. Empecé hace un año, cuando mi esposa
murió en su coche al estrellarse contra un árbol. El roble también cayó en el
accidente y en recuerdo de mi querida Magdalena decidí tallar con él una figura
para ponerla en la parroquia. Durante este tiempo he torneado el tronco
descargando en él mi pena. Hace dos días, cuando clavé el Cristo a la cruz,
pensé que por fin encontraría la paz, pero ya ve, parece que le he traspasado
todo mi dolor.
—No creo, estoy
seguro de que todo tiene una explicación. Voy a mandar analizar el líquido
rojizo que sale de los agujeros del Cristo. En pocos días confirmaran lo que imagino que sucede: la madera no ha tenido suficiente tiempo para secarse y al hacer los agujeros ha brotado la sabia que aún guardaba en su interior, seguro que nunca has esculpido madera sin tratar y por eso no te ha pasado antes.
Los ojos negros de Adolfo
dirigieron a Felipe una mirada llena de paz y de pequeños brillos. Al mismo
tiempo que brotaban en ellos las lágrimas, la sangre dejó de salir de las
heridas del Cristo de roble.
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