sábado, 11 de febrero de 2012

EL TESORO DEL CAPITÁN

   Una mañana llegó al castillo de Lerma un mensajero que traía un presente. Era una caja grande que sólo podía ser abierta en presencia del señor. Un criado se apresuró a avisar al duque mientras otros tres ayudaron al mensajero a acercar el regalo hasta sus aposentos. Tuvieron que esperar a que el señor se vistiera y salieran presurosas dos doncellas de la habitación. Como la caja venía de parte del capitán de la guardia el duque no dudó en abrirla, seguro de que no suponía peligro alguno e intrigado por la naturaleza de aquella ofrenda.
    Cuando desclavaron la tapa un olor nauseabundo inundó la estancia y todos los presentes se quedaron espantados al ver el cadáver de la joven hija del capitán. Su bello rostro apagado, su esbelto cuerpo vestido de blanco y junto a él, en un pequeño cofre de madera labrada se encontraban su mano derecha y una carta. El señor la leyó:
   
    “Ya tiene el tesoro que me exigió; mi dulce hija vestida de novia. Anoche se  bebió un veneno para así estar dispuesta a que la despose. Cuando lo haya hecho quédese con su mano si lo desea. Pero ya que hemos acatado sus órdenes, permita que se cumpla mi última voluntad: que su cuerpo descanse en el panteón familiar junto a mi pobre esposa y junto a mí, que también dejaremos nuestra miserable existencia en cuanto acabe de escribir esta carta. Me despido seguro de que todos estos acontecimientos, aún a mi pesar, serán de su agrado. Hasta  de una batalla perdida el señor siempre saca provecho”.
   
    El pliego cayó de sus manos como si un soplo de aire lo hubiese empujado.
    Desde que la vio por primera vez se había encaprichado de ella y aprovechó el fallo de su ejército en el asalto a una ciudad cercana para exigirle al capitán la mano de su hija en compensación. Convencido de que era el amor de su vida se prometió a si mismo que sentaría la cabeza y que junto a ella gobernaría mejor el feudo. Ahora ya no podía hacer nada, ni devolverle la vida, ni saber nunca porqué le resultaba tan horrible casarse con él.
    Cuentan que a partir de aquel día el duque de Lerma ya no fue el mismo. Empezó a sentirse perseguido por presencias invisibles a las que interrogaba en voz alta.  Luego, invadido por una profunda tristeza, dejó de cumplir con sus obligaciones para con el rey,  no iba a las batallas, no requisaba ni pagaba los tributos, e incluso olvidó el derecho que siempre había ejercido sobre las hijas y mujeres de sus súbditos. Lo único que hacía de sol a sol era merodear por el cementerio, hablándole al aire y lamentándose con sonoros alaridos, alrededor del panteón donde yacía la familia del capitán.
    Sus riquezas se agotaron y también el favor del rey, únicamente se compadecieron de él los frailes del convento del que fue benefactor en sus tiempos de gloria. Allí le acogieron y cuidaron hasta el final de sus días.